Jinete solitario, andasolo (palabro foral), raro, marginado…, así lo consideraba, de escritor a escritor, de navarro a navarro, Miguel Sánchez-Ostiz en su imprescindible Lectura de Pablo Antoñana y consideraba que este escritor (1927-2009) construyó una nutrida obra narrativa “desde una tierra de desmemoria y rencores viejos”, su tierra, el Viejo Reyno de Navarra.
No hay lugar ahora para ocuparme de sus novelas y cuentos, y sí dedicar lo que queda a celebrar la aparición póstuma (las dejó inconclusas) de estas espléndidas memorias de infancia, guerra y posguerra (como las subtituló), donde aparece ese país imaginario, el territorio de Ioar, que está en su literatura y sobre todo esa tierra real, la muy zarandeada por historias de guerras civiles (la última: la tercera guerra carlista), como es la villa de Viana, patria chica del escritor integrista y carlistón Navarro Villoslada, en cuya casa vivió su infancia y juventud.
Con humilde precisión titula estos papeles, de apretada letra, minuciosa memoria, Hilvano recuerdos, como si estos apareciesen al desgaire apenas sostenidos por unos hilos. Y de eso nada. Es un libro escrito con lupa que deja ver hasta el mínimo detalle, un país, un paisaje y un paisanaje, poblado este último de multitud de seres fantasmagóricos, que adquieren esa condición al pasar desde la memoria descascarillada por el paso del tiempo hasta el papel. No son unas memorias literarias, en estas páginas no se nos muestra un escritor en ciernes, sino un hombre con sus dudas y pocas certezas, hecho hombre en un ambiente ideológicamente hostil, que se acerca, haciéndose hombre, a la religión, al tradicionalismo carlista y demás integrismos hasta acabar convirtiéndose en un escritor libre de ataduras.
Esa libertad le permitió seguir adelante, sin pensar en reconocimientos, ni en su país, ni en el resto de España. Un autor que compuso una valiosa obra a contracorriente, a su manera, aceptando sin entenderla su marginalidad, como buen andasolo que fue. Estas magníficas memorias de infancia y juventud, estupendamente escritas, con aparente sencillez, eso sí, ojalá sean un acercamiento a Antoñana, un escritor a descubrir.
Hilvano recuerdos. Pablo Antoñana. Pamiela, 2018. 304 páginas. 20 euros.
Dos ensayos, que entroncan con la rica tradición feminista árabe, abordan el precio que pagan las mujeres por romper con las normas de la casa, la calle y el Estado
Una mujer yemení con un niqab mira un vestido de boda en Saná.MOHAMMED HUWAISAFP / GETTY IMAGES
El cuerpo de cualquier mujer árabe lo es por delegación, es el cuerpo de una madre, hermana, esposa o hija, incluso el que encarna el honor de una nación. Es un cuerpo a la vez colectivo y personal, público y vedado. En esto, por un lado, no es muy distinto del de cualquier mujer, también en las latitudes “occidentales”, en la medida en que de una mujer no se espera que responda de sus gestos corporales como un ciudadano cualquiera, sino sobre todo como mujer. Pero, por otro, en Argelia o Yemen, en Irak o Arabia Saudí, el cuerpo de la mujer resignifica la miseria social masiva, y sus consecuencias son de índole política, como denuncia la marroquí Leila Slimani, más conocida como novelista ganadora del Goncourt que por su faceta ensayística. Esta conclusión, no obstante, es igual de cierta intercambiando causa y efecto: la miseria política en el mundo árabe es tan profunda que se ensaña especialmente con las prácticas sexuales. El volumen de la degradante legislación sobre sexualidad, revestida de moral religiosa, es difícil de cuantificar y jerarquizar siquiera en países con una supuesta pátina aperturista, como Túnez o Líbano.
A proteger/secuestrar esos cuerpos guardianes de mil esencias se han consagrado varias haches malditas de la historia árabe: las de harén, hiyab, himen, hchuma. Esta última palabra, hchuma (vergüenza), apenas conocida en el imaginario orientalista, es sin embargo la que mejor sintetiza tal estado de cosas. Es una reconvención que las niñas no se cansan de escuchar en boca de cualquier mayor, y que les cala tan profundo que todos sus movimientos, físicos y mentales, quedan para siempre regidos por esa voz. A su vez, la virilidad se mide por la capacidad de transgredir la hchuma, eso sí, siempre en casa ajena. Precisamente en esa esquizofrenia reside el gran mal que aqueja a mujeres y hombres árabes, no por igual, pero sí de manera entrelazada.
El precio que pagan las mujeres árabes (y nótese que no decimos musulmanas) por romper con las normas de la casa, la calle y el Estado, con la omertà perversa que la activista egipcia Mona Eltahawy denuncia con rabia y a la que casi escupe, no tiene comparación con el de los hombres, sometidos a una misma miseria sexual, pero a salvo, al menos, de la violencia física. La liberación ha de ser, por tanto, múltiple y simultánea, lo cual es casi imposible para Eltahawy en el actual contexto político, mientras que tiene visos de haberse iniciado, al menos en el discurso marroquí, según Slimani. Ambas autoras son herederas de una rica tradición feminista árabe, que ellas reivindican por encima de las diferencias de planteamientos de, por ejemplo, sus respectivas paisanas Nawal Saadawi y Fátima Mernissi.
Ambos ensayos, llenos de desparpajo, reflejan algo que distingue de raíz este feminismo del europeo: su determinación de dar voz e integrar en una reivindicación unitaria a las mujeres más desprotegidas. En este sentido, el libro de Slimani es una buena continuación de la obra pionera de Mernissi Marruecos a través de sus mujeres. Lo sangrante es que, 40 años después, las mujeres más pobres estén aún más oprimidas; las más marginadas, aún más humilladas, y las más débiles, más pisoteadas en un mundo en el que la planetarización, en expresión de Gayatri Spivak, se traduce en un galopante aumento de las diferencias.
Sexo y mentiras.Leila Slimani. Traducción de Malika Embarek. Cabaret Voltaire, 2018. 224 páginas. 18,95 euros.
El himen y el hiyab.Mona Eltahawy. Traducción de María Porras Sánchez. Capitán Swing, 2018. 208 páginas. 18,50 euros.
Munir Hachemi nació en Madrid en 1989, es licenciado en Filología Hispánica y autor de relatos y dos novelas autoeditadas. La editorial Periférica se arriesga con buen criterio con Cosas vivas, el primer trabajo de Hachemi en edición convencional. El resultado, que el propio autor ha bautizado como thriller laboral, es un ajuste de eso tan traído como la autoficción en su apartado buenas noticias. Es decir, cuando al autor le da por retorcerle el brazo a la realidad narrativa para que explique al mismo tiempo lo que me pasó y lo que pasa.
El viaje de cuatro amigos —entre ellos, el autor— para trabajar como temporeros en granjas animales en Francia hizo nacer la idea de que sus autores —tres en el viaje “real”— escribieran cada uno un cuento para publicarlos y tratar de venderlos mediante el boca a boca. Sin embargo, a Munir Hachemi se le desbocó el cuento hacia la novela corta, y eso es Cosas vivas, una novela corta que muta de piel —y casi de género— en cada una de sus ocho partes, sobre los raíles sólidos del thriller, sin que eso sea lo más importante. Funciona el suspense, que no es poco, pero, como suele suceder con los buenos escritores, la cuestión es que da igual lo que me expliques mientras me lo expliques tú. La empresa tiene más mérito cuando se nos ofrece como un artificio desde un buen principio. El juego es interesante y está casi siempre bien llevado por su autor. Una autoficción que no solo sirve para la definición del yo ante lo vivido/narrado, sino también sirve como denuncia social, política, sanitaria y económica: a la industria cárnica en los términos realizados, al racismo, a la precariedad laboral y económica, a la voracidad de la propia esencia del capitalismo. La autoficción como arma y escudo al mismo tiempo. Una autoficción que se presenta como la imposibilidad de asumir lo real, el intento de todos nosotros de hacer la vida verosímil. Una técnica narrativa que es relevante cuando el hecho de que haya sucedido en la vida del escritor nos afecte no solo como lectores, sino también como seres humanos. Y ahí está esta novela de Hachemi colándonos bendita trola narrativa —a ratos morosa, todo hay que decirlo— de limitarse a redactar un diario de lo que les pasó a él y a sus tres amigos durante ese verano iniciático —de hecho lo fue, Hachemi regresó de él siendo vegetariano—.
Cosas vivas acierta en la extensión, tiene personalidad y juega con la ramificación narrativa al hacernos avanzar en línea recta entre círculos de información anexa, recordándonos que, aunque parezca que vencemos en nuestro intento de explicarnos como narración —y atrapar todas las pistas pululando alrededor—, el resultado es y será un espejismo. La vida no tiene sentido narrativo ni conocemos todas las causas y efectos, y estos pueden ni estar relacionados, ni los finales ni las conversaciones ni los personajes persiguen su sentido dentro de un argumento. Buscamos que nuestra vida real sea verosímil para entenderla y apaciguarnos, y solo —o además— somos cosas vivas, salvajes, narraciones sin intención ni brillantez.
Los volúmenes misceláneos conllevan el riesgo de que la corteza anecdótica nos impida ver el meollo reflexivo. Por fortuna, no es este el caso de La vida en ello, donde Fernando Beltrán recopila un puñado de prosas escritas desde finales de los ochenta hasta anteayer, incluyendo varios inéditos. Aunque no falten algunos (pocos) textos de compromiso, hay en estas hojas volanderas una verdad lírica y humana que nos autoriza a leerlas como “la cara en prosa de su trayectoria poética”, según afirma Leopoldo Sánchez Torre en el prólogo.
Así, el libro se abre y se cierra con sendas evocaciones del padre y de la madre. Entre una y otra hallamos entusiastas homenajes a los autores de cabecera (desde los “ángeles subterráneos” de la generación beat hasta diversos nombres del 50, como Claudio Rodríguez, Ángel González o Antonio Gamoneda); guiños cómplices a quienes militaron con él en el movimiento sensista, que aspiraba a sacar la poesía de los anaqueles y devolverla a la realidad cotidiana; o cartografías anímicas que demuestran que la literatura también sirve de brújula.
Con todo, lo más interesante del volumen se localiza en sus meditaciones metapoéticas, en las que se condensan una ética y una estética. A los manifiestos urgentes redactados en las postrimerías de la movida, que defendían una escritura entrometida en los asuntos diarios, contaminada de una impureza nerudiana y dirigida al hombre de la calle, se suman ahora varias páginas indiscretas donde el autor se somete a sí mismo a un tercer grado o se pasea por los escaparates del consumismo (La Semana Fantástica es el título de uno de sus poemarios más celebrados y de una de las poéticas reunidas aquí).
Tampoco es de extrañar que quien se ha dedicado profesionalmente a bautizar el mundo, a través del estudio El nombre de las cosas, exponga su pensamiento a través de eslóganes existenciales camuflados de lápidas aforísticas. Para muestra, un botón: “El poeta tiene la cabeza llena de pájaros y el corazón lleno de piedras”. En suma, Beltrán revela que el único compromiso ineludible del escritor consiste en entregarse a las palabras como si le fuera la vida en ello.
La vida en ello. Fernando Beltrán. Universidad de Valladolid, 2019. 310 páginas. 26 euros.
Eilenberger, este lunes, en Madrid. SAMUEL SÁNCHEZ
Como en una de esas novelas en las que todas las piezas encajan, el ensayo Tiempo de magos sitúa las vidas cruzadas de cuatro pensadores (Walter Benjamin, Ernst Cassirer, Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein) en la deslumbrante constelación de la Alemania de los años veinte. Es decir, y según afirma el subtítulo, en La gran década de la filosofía, tiempo que va de la proclamación en 1919 de la República de Weimar al crack del 29. O, en cuanto a producción teórica, del Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein, a La filosofía de las formas simbólicas, de Cassirer.
El autor, Wolfram Eilenberger, de 46 años, escogió a sus personajes por la vigencia de su pensamiento, además de por su centralidad en la historia del siglo XX. “La filosofía contemporánea hunde sus raíces en aquella época”, explicó ayer Eilenberger en la sede de la editorial Taurus, en una entrevista realizada en inglés con retazos del español que aprendió mientras vivía en Jerez de la Frontera. “Los cuatro son los padres fundadores de las escuelas que aún dominan la discusión: Heidegger, del existencialismo, la hermenéutica y la deconstrucción; Benjamin, de la teoría crítica y la Escuela de Fráncfort. Wittgenstein, de la filosofía analítica. Y creo que los estudios culturales no serían lo mismo sin Cassirer”.
En la elección del marco temporal también tuvo que ver el presente. “Los años veinte se parecen a nuestra época en que fueron tiempos acelerados en los que explotó el mercado de los medios, lo que, sumado al descrédito de las instituciones, generó un montón de eso que ahora llamaríamos fake news”, recuerda el autor. “La globalización se acentuó, y las democracias cedieron al empuje de las amenazas extremistas. Pese a que la fotografía se parece bastante a la actual me niego a establecer un paralelismo con lo que vino después. Eso crea una expectativa, una relación vinculante que implica el fascismo y la destrucción de Europa. Aquello sucedió, pero no tenía por qué haber sucedido. Propongo pensar en los años veinte como quien se inyecta una vacuna”.
El problema es que la filosofía se enseña como si fuera una ciencia
La historia de Tiempo de magosarranca en realidad por el final; en Cambridge, en junio de 1929, con “el que tal vez fuera el examen de doctorado más peculiar de la historia”. Hacía 10 años que Wittgenstein había terminado su Tractatus, que hizo de él un pensador tan hermético como influyente, pero carecía del título necesario para poder trabajar (pese a tratar sistemas de pensamiento abstractos, el libro no escatima en el relato prosaico de las estrecheces que atenazaron a sus creadores). Aquel año fue también el de “la disputa de Davos” entre Cassirer (el judío creyente en el poder igualitario de los signos) y Heidegger (el antisemita autor, dos años antes, de Ser y tiempo). Aquellos eran días en los que la estación suiza de esquí no servía de punto de reunión de los poderosos del mundo, sino que albergaba seminarios que reformulaban la pregunta kantiana de “¿qué es el hombre?” a la luz de Darwin y de las teorías de Einstein. El encuentro sirvió para enfrentar a ambos pensadores, así como para certificar la crisis de la filosofía académica y la desmembración de la conciencia moderna y del sentido del tiempo.
Desde la izquierda, Wittgenstein, Cassirer, Heidegger y Benjamin, vistos por Sciammarella.
Eilenberger entrelaza relato vital e historia de las ideas con un admirable pulso narrativo y sin caer en el biografismo, a base de masticar para el lector poco entrenado algunas de las cumbres más temibles de la filosofía del siglo XX. Al mismo tiempo, otorga a cada uno de los protagonistas su ración justa de construcción mítica: ahí está Benjamin, dotado de un extraordinario talento para tomar siempre las decisiones vitales equivocadas (“Era un Weimar de un solo hombre”); Wittgenstein, cachorro de la Viena más acomodada que renunció tras volver de la I Guerra Mundial a la riqueza familiar para reinventarse como maestro rural; Heidegger, su turbulento matrimonio y las feroces tormentas, también de ideas, en la célebre cabaña de la Selva Negra; y Cassirer, el más convencional (y más viejo) del cuarteto, “el único al que la sexualidad no alteró seriamente la existencia, y el único que jamás sufrió una crisis nerviosa”.
Fútbol e ideas
Este libro es la culminación de la exitosa carrera de un autor, filósofo de formación, que navega entre el periodismo y el ensayo a base de conectar “las ideas académicas con el gran público”, en la tradición alemana de los suplementos culturales que no rehúyen la teoría y de divulgadores filosóficos como Rüdiger Safranski. Columnista de periódicos, donde también escribe de fútbol (a la intersección entre deporte y filosofía llegó a través del camino abierto por “los artículos de Javier Marías y las crónicas de fútbol en EL PAÍS”), Eilenberger fue director durante siete años de la versión alemana de la revista Philosophie, que cuenta con una tirada de 70.000 ejemplares. “Es innegable que hay un interés creciente en el pensamiento. Tal vez se deba a la situación política”, admite el escritor. “Ahora bien, conviene no confundir la filosofía con la autoayuda. La filosofía no ayuda a conseguir la felicidad. También me preocupa su banalización. Desconfío de quienes dicen que es posible explicar a Wittgenstein en 10 minutos. También creo que pedir a un pensador soluciones reales es peligroso, y Heidegger [que simpatizó con el nazismo] es el ejemplo perfecto”.
Alemania no se ha recuperado de la desaparición de su tradición judía
Pese a las modas, Eilenberger considera que vivimos en una época “pobre en términos de producción filosófica”. Sobre todo en Alemania. “La década de los veinte fue la última en la que la lengua de la filosofía fue el alemán. Hoy es el inglés por razones que tienen más que ver con el mercado que con la potencia de las ideas. En la historia de la filosofía hay épocas cumbre, como los veinte, y épocas valle, y la nuestra es de las segundas. Parte del problema tiene que ver con la universidad, en la que enseñan la filosofía como una ciencia. La pobreza que vemos en la escena filosófica actual en Alemania se debe también a que el país nunca se recuperó de la desaparición de la gran tradición cultural judía alemana”.
¿Y qué opina de la última estrella del pensamiento de su país, el coreano Byung-chul Han? “Es demasiado dramático. Me recuerda a un pájaro carpintero que incide continuamente en una porción muy estrecha de un tronco muy grueso. Encontró un tema y desde luego tiene un estilo, basado en un alemán que, como extranjero, emplea con bella simplicidad. Dicho lo cual, creo que ya es hora de que cambie de asunto”.
El escritor francés Jean Echenoz, en su casa de París en 2018.ERIC HADJ
Las dos únicas conversaciones que he tenido con Jean Echenoz, sentados en la terraza de un café y con tiempo por delante —una en Barcelona el siglo pasado y la otra, hace unos meses, frente al mar de Bastia—, giraron en torno a un mismo y único tema: el horror y el absurdo de las entrevistas en las que se espera que el autor de un libro explique lo que ha escrito. En ambas ocasiones, imaginamos a Kafka aclarando una y otra vez a la prensa de Praga el significado de La metamorfosisy qué clase de extraño animal era “el monstruoso bicho” al que hacía referencia en la primera línea de su relato. ¿Qué era? ¿Un chinche, un ciempiés, un escarabajo, una langosta? Y también imaginamos a un agobiado Marcel Proust, rodeado de periodistas que estarían exigiéndole que explicara científicamente por qué una magdalena sumergida en el té puede hacernos viajar al pasado.
Decía Julio Ramón Ribeyro que uno escribe dos o tres libros y luego se pasa la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre ellos, lo que probaría que a la gente le interesa tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros, y que quién sabe, quizás a causa de ello ese autor no escribe nuevos libros o solo libros sobre sus libros. Para contrarrestar este peligro, proponía Ribeyro tener presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés.
De modo que si un buen día suprimieran los autores las explicaciones sobre sus libros quizás no echáramos en falta nada. Es más, nos ahorraríamos groseros esfuerzos y sudores inútiles. Es algo que parecía tener claro John Ashbery cuando interrumpió a su amigo, también poeta, Kenneth Koch, en una conversación de 1965 en Tucson, Arizona. Le interrumpió para decir: “Bostezo”. El tenso silencio que siguió a esa palabra fue el punto de partida de un breve rifirrafe. Koch: “¿Puedo saber por qué te aburres?”. Ashbery: “Lo que decías se parecía demasiado a cómo hablan los artistas cuando pretenden explicar su arte. Y yo pienso que es muy difícil ser un buen artista y ser capaz de explicar de manera inteligente tu trabajo. De hecho, lo peor de tu arte siempre es aquello de lo que resulta más fácil hablar”.
Perfecta tesis. Desde que la leí, me intranquiliza ver que voy a hablar con cierta facilidad del libro que acabo de publicar. Por suerte, hay veces que freno en seco esa felicidad y hago que asome la verdad, digo que el libro es tan bueno que voy a ser incapaz de explicarlo de una manera inteligente. Aún así me hacen preguntas y yo espero a llegar a la última —siempre acerca de mis proyectos— para poder por fin simular que explico algo. Cuando esa pregunta final llega, digo que preferiría no pensar que tengo algún objetivo en concreto, ya que en tal caso podría verme obligado a programarme a mí mismo. Rotas las expectativas del entrevistador, el problema suele llegar cuando, después de esa respuesta, a este aún le queda otra pregunta.
Emilio Lledó, a la derecha, y Cipriano Játiva, este martes en Madrid. CHEMA MOYAEFE
“Él es el autor. Este hombre ha inventado a Emilio Lledó”, proclamaba en voz bien alta este martes el propio Emilio Lledó (Sevilla, 1927), filósofo, uno de los pensadores españoles contemporáneos más importantes, al término la conferencia de prensa en la que se acababa de presentar en Madrid Palabras en el tiempo, de Cipriano Játiva. A él se refería Lledó y al libro que recoge en forma de diccionario su pensamiento, a base de textos escogidos del maestro, en torno a palabras ordenadas alfabéticamente, precedidas cada una por una introducción de Játiva y encabezado todo ello por una introducción que es, en realidad, “una auténtica monografía”, ha dicho Lledó durante la presentación.
Y también ha explicado lo de verse inventado, o al menos reinventado, a través de los ojos de Játiva, con frases como estas: “Él es el autor; yo soy aquí el sujeto paciente y feliz”; “Yo me he descubierto, me he visto en este libro como un personaje extraño en las manos de Cipriano, y que yo he asumido por las manos que me lo ofrecían y porque no me parecían disparatadas las cosas que él había seleccionado de ese señor que habéis llamado don Emilio”; “Me ha descubierto a mí, y lo digo sin la menor exageración, me he descubierto a mí mismo y me ha hecho reflexionar”; “[Con esta obra] he tenido sensaciones originales en el sentido etimológico de la palabra origen, porque era yo entreverado en un libro que rezuma amistad”.
Amistad ha sido una de las palabras más repetidas en la presentación del texto, editado por la Fundación José Manuel Lara en colaboración con el Centro de Estudios Andaluces de la Junta de Andalucía. “Quiero darle las gracias por haber sido mi maestro en el más amplio y en el mejor sentido de la palabra, por haber por haberme dado de una manera absolutamente de generosa su amistad desde que nos conocemos”, ha dicho Játiva, que hace casi dos décadas firmó la tesis titulada Historia y razón poética en María Zambrano, dirigida por Emilio Lledó. Játiva (Albacete, 1959) ha compaginado su labor como docente con la escritura de obras como La extrañeza de cerca (2001) y Anhelo de los puentes (2005).
Ahora, sobre Palabras en el tiempo, ha explicado: “El otro día leí unos versos de Roberto Juarroz que creo que resume lo que he intentado: ‘El oficio de la palabra/ mas allá de la pequeña miseria/ y la pequeña ternura de designar esto o aquello/ es un acto de amor: crear presencia’. Yo he intentado crear presencia”. El diálogo, ha añadido, según lo describe su maestro, se fundamenta “en la escucha, en la capacidad escuchar a los demás”. “Creo que esa es una de las cosas que quizá más nos falten en nuestros tiempos; escuchar a otros es el principio. Eso está en el pensamiento de Lledó y eso es lo que he intentado: que estas palabras que he elegido sirvan para escucharlo mejor, más cercano y facilitar que lectores jóvenes —o menos jóvenes—, vuelvan a los libros de Emilio y sigan con otros libros”.
Junto a amistad —“Solo los amigos entienden”, ha citado Lledó a Aristóteles—, diálogo ha sido la otra palabra más repetida. “Quiero decir algo que tiene que ver con el diálogo y con la filosofía y que se suele olvidar: el primer bloque genial filosófico de eso que se llama cultura occidental son los Diálogos de Platón”, el autor que “inventó el diálogo como forma de comunicación filosófica”, ha explicado Lledó. Por eso, sigue defendiendo a los clásicos: “Yo todavía me enriquezco leyendo a los clásicos, a Platón, a Aristóteles y el Quijote, que lo he leído más de 15 veces porque cada vez aprendo más y me dejo llevar menos por mis propias ideas y más por ese diálogo”.
Y para intentar facilitar ese diálogo con el autor, entre muchos otros, de Memoria de la ética, El silencio de la escritura, Elogio de la infelicidad o La memoria del logo, premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, aquí va estePalabras en el tiempo, abecedario filosófico de Emilio Lledó —aunque no pueda, ojo, sustituir la lectura directa de sus textos, advierte el propio Játiva—.
Carlos García Gual lee su discurso de ingreso en la Real Academia Española ayer en Madrid.JAIME VILLANUEVA
A Carlos García Gual se le ha escuchado esta noche de domingo en la Academia, donde ha pronunciado su discurso de ingreso, como si viniera de un viaje reciente a la antigua Grecia en la que se inventó la ficción. Isleño de Mallorca, donde nació en 1943, Gual ha tenido siempre a las islas griegas, sus realidades y sus mitos, como el lugar en el que su pasión poética e intelectual se ha encontrado con sus sueños. El resultado de esa aventura propia son sus numerosos libros, incluidas traducciones que en sí mismas son clásicas interpretaciones de ese universo al que viaja.
Su discurso parecía también una novela, cuyo arranque es la ocurrencia del emperador Juliano de prohibir a los sacerdotes que leyeran aquellas primeras aventuras de ficción, “relatos de amor” que podían excitar sus pasiones. Era el año 363.
Ahora las novelas, dijo García Gual, que desde esta noche ocupa el sillón J de la Academia, son distintas pero en el efecto, de intriga, pesar o contento, en los lectores es igual que en el fondo de los tiempos. Es igual, incluso, el efecto del happy end, cuando se produce.
Como en una de las citas que aportó, de Franz Altheim, en el mundo narrativo griego “lo proteico de la novela se expresa por medio del viaje”, y esa es la sustancia que Gual destaca en su estudio. En esas novelas, los hombres y las mujeres viajan, y en ambos casos a cada uno le sucede algo con otro que no es precisamente su compañero.
Como todo lo prohibido, el género prosperó. Hasta hoy. Claro, dice, Miguel de Cervantes rehízo para siempre el género, “dando de sí lo que llamamos la novela moderna”. Por eso, en conversación con este periódico antes del discurso, el nuevo académico parafraseaba a Mark Twain (cuando desmintió su muerte): “La noticia de la muerte de la novela es francamente prematura”. Y es posible, además, “que esa noticia no se produzca jamás”.
Los griegos, pues, pusieron en marcha el invento que modernizó Cervantes. “Es el género más proteico y más libre, más informal” y, como en aquella antigüedad griega, “se puede consumir en la soledad, está lleno de vida y en él se puede hablar de todo”.
Alborea un nuevo tipo de ficción que, con algunos residuos de la vieja literatura, avanza desbocado y prosaico, por una senda erótica de inagotables horizontes, hacia su inmensa descendencia en la modernidad
En esa antigüedad griega en la ficción que asustaba a Juliano hace casi dos mil años, dice Gual que se halla “el preludio romántico de la gran novela a la que dio forma Cervantes”. Pero Cervantes bebió también de esa fuente que él refrescó anoche ante sus nuevos colegas de inmortalidad, “pues, como se ve en Persiles, don Miguel fue un admirador de Heliodoro, uno de aquellos fabulistas”.
La novela es como una selva, según el académico, donde lo clásico batalla con rupturas de lo moderno. Como la Academia. Él entra en el sillón J que una vez ocupó Antonio Tovar, un latinista que, como él, tradujo y visitó clásicos, y a él lo encomendó a la Academia otro helenista al que dedicó cálidos elogios en su discurso de ingreso, Francisco Rodríguez Adrados. (Carmen Iglesias, que respondió a su discurso, Juan Luis Cebrián, José Manuel Sánchez Ron y Miguel Sáenz fueron también los padrinos de su candidatura).
Pero, aparte del helenista Adrados y el latinista Tovar, en esa selva docta en la que lo reciben ocupó también el sillón de la J, justo antes que él, Francisco Nieva, un fabulador “de imágenes sensuales, candentes, rompedoras, un renovador del teatro, un hombre en el que se transparenta el surrealismo que marcó su pasión de escritor”.
Fue un viaje apasionado por el origen clásico de la novela que expresaba sentimientos que asustaban (o estimulaban) al clero. Y como tal, como un estimulante recuerdo de lo que es la novela, fue el discurso de García Gual. Pero al final no pudo evitar unos renglones de melancolía: “Ni mitos ni gestas resonantes ni forma poética le interesan ya al frívolo lector de novelas. Al público helenístico, a ese público de lectores ociosos y desarraigados, los novelistas les prometen un nuevo mundo ficticio y sentimental". "Alborea”, continúa el discurso de Gual, “un nuevo tipo de ficción que, con algunos residuos de la vieja literatura, avanza desbocado y prosaico, por una senda erótica de inagotables horizontes, hacia su inmensa descendencia en la modernidad”.
Esa melancolía también fue rabia cuando nos habló, antes de su discurso, sobre lo que la sociedad se pierde por el abandono actual del griego y del latín en los estudios. "Es una pérdida del horizonte que proporciona el mundo antiguo, su imaginación y su mitología, y también su expresión de modernidad. Y eso produce pobreza de experiencia sentimental e intelectual".
Gual, catedrático de Filología Griega, especialista en el mundo antiguo, profesor muy celebrado por sus alumnos, autor de estudios que son referencia popular o académica entre sus colegas y el publico, es un hombre muy querido. Y eso se notó anoche en los aplausos y en la muy variada composición de la concurrencia.
“EL DESCUBRIMIENTO DEL HAPPY END”
Al responder al discurso de García Gual, Carmen Iglesias se fijó el descubrimiento del ´happy end` por parte de las novelas helenísticas puesto de manifiesto por “nuestro autor”. “Y ese final feliz, sentimental”, dijo Iglesias, “(…) puede pasar como precedente de un cine de entretenimiento superficialmente sentimental, tiene de todas formas un sesgo helénico propio. ´Frente a la voluptuosidad oriental, carnal, los pensadores griegos´, señala García Gual, ´antes del cristianismo, han descubierto que el amor, en su forma más alta, era el principio mismo de la vida espiritual`. Este es el héroe romántico”.
Carmen Iglesias resumió las miles de palabras del impresionante curriculum de su nuevo compañero. La palabra que apura ese resumen también la puso ella: “Un sabio”.
En el estrado o entre el público estaban algunos heridos felices de las artes de la antigua Grecia –Emilio Lledó, Clara Janés, Fernando Savater, Álvaro Pombo…--, y entre sus compañeros estaba el nuevo director, Santiago Muñoz Machado, que se estrenaba en esta lid de presidir un ingreso, y antecesores suyos como Víctor García de la Concha, José Manuel Blecua y Darío Villanueva.
Estaba, también, entre las varias autoridades invitadas, el arzobispo de Madrid. Nadie puede decir que Carlos Soros hiciera gesto alguno cuando García Gual recordó que Juliano el Apóstata prohibió a los sacerdotes de su siglo que leyeran las novelas helénicas de amor y erotismo, tuvieran o no el happy end en el que se detuvo Carmen Iglesias.
Esta, además, recordó rasgos sobresalientes de los personajes de esas novelas: “juventud (a veces son apenas adolescentes, sobre todo las mujeres, belleza y fidelidad en el amor, puesta a prueba a través de los numerosos peligros, asechanzas, raptos violentos, incluso muertes que no resultan tales”. Y happy end también.
El índice Hawking del profesor Jordan Ellenberg calcula los libros superventas que menos personas han conseguido terminar. La finalidad principal del estudio es que no te sientas solo ante tu fracaso lector
Astrid Holleeder, delatora y víctima del hermano mafioso
La abogada, amenazada de muerte, explica desde su escondite su vida junto a Willem, el criminal más famoso de Holanda. Su autobiografía, ‘Judas’, acaba de editarse en castellano
Willem Holleeder en un juicio en Ámsterdam en 1987. A la izquierda, su hermana Astrid, de niña.ROB BOGAERTS / CORTESÍA DE LA FAMILIA HOLLEEDER
No hay fotos recientes de ella, ni las habrá mientras su hermano siga queriendo asesinarla. Astrid Holleeder vive bajo la amenaza de Willem Holleeder, el mafioso autóctono más famoso de Holanda, conocido por todos como "el gánster mimado" y también como "la nariz" por razones obvias. "Claro que lo intentará. Si bien no tengo problema en morir, temo por mi hija", confiesa Astrid, sentada en un despacho interior y recluida del mundo. Acceder a esta abogada penalista holandesa es una odisea llena de guardaespaldas e instrucciones hasta llegar al escondite donde espera como testigo protegido en el juicio contra su hermano mayor. Ella lo delató y ahora su vida corre mucho más peligro que cuando fue confidente de un hombre sobre el que pesan ocho crímenes.
A lo largo de dos horas de conversación, Astrid Holleeder convierte el examen mutuo que subyace en toda entrevista en un sincero viaje alrededor de sus sentimientos, temores, desilusiones y alguna alegría.
En 1983, su hermano fue uno de los cerebros del secuestro de Freddy Heineken, director de la famosa cervecera. Willem, años después, se metió en el negocio de las drogas y ahora está siendo juzgado por cinco asesinatos, un homicidio y dos asesinatos frustrados. Todos los muertos eran antiguos socios. Astrid sospechó que mentía sobre esas muertes, y cosió un micrófono a su ropa interior para grabar sus confidencias. En 2015, las entregó a la policía y luego testificó en su contra. Una traición que la atormenta y da título a su autobiografía Judas(publicada ahora en España por Reservoir Books). En Holanda, vendió 80.000 ejemplares en un día y medio millón de ejemplares en un año. Traducida a 12 lenguas, la ha hecho famosa e invisible. Judas tiene doble sentido: describe el estado de ánimo de Astrid y el comportamiento que atribuye a su hermano con otros hampones. Rodeada de guardaespaldas, cambia de casa a menudo y está segura de que su hermano quiere matarla. Pero entregarlo era la única forma de hacer justicia.
La rutina de un testigo protegido requiere disciplina y capacidad de reacción. Los agentes que guardan a Astrid Holleeder, de 53 años, se organizan en círculos, como si giraran alrededor de un planeta. Aunque no aparecen, hay que seguir sus instrucciones a rajatabla, y la primera fase consiste en acudir puntual a Ámsterdam, a un lugar señalado. Desde allí, se llega en coche a otra dirección. La abogada, mutada en escritora porque ya no puede ejercer, recibe a la hora convenida. El día es luminoso y frío y la gente pasea con gusto. Un ejercicio que le está vetado. En 2016, Willem, de 60 años, estaba en custodia en la cárcel holandesa de máxima de seguridad de Vught (sur del país) a la espera del juicio por los ocho crímenes mencionados, cuando fue llamado por los jueces. Le acusaban de haber orquestado, desde la celda, el asesinato de Astrid y Sonja, su otra hermana, que también colabora con la fiscalía. Se encargaría un sicario, que debía acabar también con Peter R. de Vries, un conocido periodista experto en los bajos fondos. Otro recluso informó a las autoridades a tiempo. Según dijo, Holleeder pagaría 70.000 euros en dos tandas por deshacerse de sus hermanas.
De izquierda a derecha, Willem, Gerard, Astrid y Sonja Holleeder en 1966.CORTESÍA DE LA FAMILIA HOLLEEDER
Dinero, poder y autógrafos
"Willem es un asesino en serie. Solo le mueve el dinero y el poder, y es muy peligroso porque es carismático. Cuando estás con él, es capaz de manipularte hasta que acabas de su parte. Por eso la gente de nuestro antiguo barrio del centro de Ámsterdam, Jordaan, le saludaba por la calle cuando pasaba en moto. Hasta le pedían autógrafos", asegura, mientras se emociona al recordar la terrible situación familiar que marcó su infancia. Astrid intentó liberarse estudiando Derecho, haciendo otros amigos y dejando atrás el barrio, pero la vida delictiva de su hermano ha acabado por desbaratarlo todo.
Hijos de Wim Holleeder, un empleado de Heineken ya fallecido, y de su esposa, Stien, que tiene 83 años, el padre era un hombre violento y bebedor. "Solo nos hacía daño", señala su hija. "Gritaba y nos pegaba a todas horas, y mi hermano se convirtió en el hombre de la casa al ser el mayor. Sonja, mi otro hermano, Gerard, Willem, y yo formamos una piña y nos cuidamos. Nosotros éramos la familia, con mi madre, que hizo lo que pudo por protegernos. En Jordaan estas cosas pasaban a menudo, y Willem creció en la calle, en malas compañías. Es la tercera generación de varones violentos. Mi abuelo paterno era miembro del Movimiento Nacional Socialista, el partido fascista holandés, durante la Segunda Guerra Mundial, y abusaba de nosotras. Todo eran besos y caricias extrañas, que solo comprendí cuando le vi hacerlo también con Sonja".
Durante años, el lazo forjado en la infancia convirtió a Astrid en la confidente y asesora de Willem. "Es mi hermano y le quiero. Si pudiera, volvería a empezar, en casa, para recuperar la niñez perdida. Por eso me siento culpable de la delación. A pesar de que sé que tiene dos caras y miente. Estoy segura de que está involucrado en los asesinatos". Gracias a su experiencia como jurista, ella le explicaba cómo manejarse en público. Por ejemplo, en 2012, cuando Willem se prestó a una larga entrevista televisiva con estudiantes de leyes de la Universidad de Utrecht. "Freddy Heineken estuvo atado a una cadena, igual que su chófer, Ab Doderer, durante las tres semanas del secuestro. No se podían mover, y comían y hacían sus necesidades en una celda montada en una nave industrial. Le dije que hablar sobre el dinero del rescate, parte del cual nunca ha aparecido, era una cosa, pero las cadenas no tenían justificación. Cuando le preguntaron sobre ello, optó por una especie de disculpa. Dijo que no eran necesarias, y pasó como un acto de contrición".
Willem Holleeder y su amigo y socio Cor van Hout en 1985.RENÉ BOUWMAN
Holleeder y su amigo de la infancia, Cor van Hout, pidieron el equivalente a 16 millones de euros actuales por liberar a Heineken y la familia pagó. Cuando encontraron al empresario y al conductor, los secuestradores habían desaparecido con el dinero. Holleeder y Van Hout estuvieron tres años en Francia antes de ser extraditados. Sus otros dos cómplices también fueron apresados. Condenado a 11 años de cárcel, Willem era visto en el barrio como "una especie de Robin Hood". "La gente decía: 'Bueno, Heineken puede pagar el rescate'. Como si el dinero compensara lo ocurrido", recuerda Astrid. En 2007, fue sentenciado a nueve años de prisión por extorsión. Cumplió cinco, y cuando salió era ya muy famoso en su país. Desde 2018, está siendo juzgado de nuevo.
"En el libro trato de mostrar nuestro entorno y las diferencias entre Van Hout y mi hermano. Cor se casó con Sonja, mi hermana, y era un criminal, pero tenía otro carácter. Una cierta pasión por la vida y un carisma distinto. Es uno de los asesinatos que se le atribuyen a Willem, a pesar de los lazos de sangre. Es posible que secuestraran a Heineken porque mi padre lo idolatraba. Que haya un cierto eco freudiano en ese tipo de maltrato. Mi hermano no tiene límites. No ha aprendido a respetar a nadie, y he tratado de mostrar que la única que podía traicionarle era yo. Era inevitable. De no hacerlo, otros estaban en peligro", asegura Astrid, que confía en una sentencia condenatoria. "En la cárcel es el rey. Es su ambiente".
PARADOJAS DE UNA VIDA BAJO LA SOMBRA DE LA MUERTE
Cuando Willem Holleeder cumplió su condena por el secuestro de Freddy Heineken, director de la cervecera holandesa, se puso “a trabajar”. Así lo dijo ante las cámaras de televisión en 2012, pero su actividad distaba de ser corriente. “Entró en el mundo de la droga, donde el dinero y los ajustes de cuentas son la norma”, aclara Astrid, su hermana menor. Ella debe ocultarse porque ha declarado en su contra y ha escrito Judas el libro en el que cuenta todo.
Su hija, sin embargo, es una conocida presentadora de la televisión holandesa. Se llama Miljuschka y es también modelo y actriz, además de chef en varios programas de cocina. “Es una ironía del destino. Yo quiero protegerla, y al mismo tiempo dejar que cumpla sus sueños”, dice su madre. “Ella me pide que trate de disfrutar un poco, aunque lo único que no quiero es salir de Holanda. Es una pena, porque Willem, en realidad, no tiene familia. Todo gira alrededor del dinero, cuando podría haber intentado ser un buen padre para su propia hija e hijo. Aprovechar esa oportunidad que le daba la vida”, cuenta.
Ana Ballabriga y David Zaplana en el programa 'Cultura con ñ de RTVE'.
Jou, jou, jou, pasadas las Navidades, entrañables fiestas familiares donde las haya, he releído con fascinación esta novela sobre familias aparentemente normales donde todos tienen trapos sucios que, por supuesto, se lavan en casa, me pregunto una vez más, ¿existen realmente las familias normales?
Entonces, ¿por qué las estadísticas dicen que la mayoría de los asesinatos son cosa de familia?
Pero mejor, empecemos por el principio, empecemos por Camilo.
Camilo es un popular novelista de género negro culto y refinado que vive una vida aparentemente idílica, pero frustrado por no ser más que un popular novelista de género negro ignorado por la crítica. Hasta que un día, Camilo descubre una llave oculta en el revólver de su padre, un policía que se suicidó misteriosamente hace veinte años. Una llave que le llevará a reabrir el último e inconcluso caso de su progenitor, y a descubrir sus secretos mejor guardados. Unas pesquisas con las que espera, al fin, poder dar a imprenta una obra con la que alcanzar el ansiado reconocimiento literario.
Y si La paradoja del bibliotecario ciego fuese una novela negra típica, una novela negra más, con la intrincada historia de las indagaciones de Camilo sería suficiente.
Pero claro, si fuese una novela negra típica, una novela negra más, ahora no estaríamos hablando de ella, ni de que en mi opinión es una de las mejores que se publicaron el año pasado en nuestro país, la mejor, a mi juicio, si hubiera contado con un buen corrector para pulir su estilo y limar algunas desafortunadas frases durante sus primeros compases.
Y es que además de un popular escritor culto y refinado, Camilo es muchas otras cosas: el marido maltratador de una bella y elegante ejecutiva, el padre de un adolescente acosador y consentido, el hermano de una amargada ama de casa desahuciada, el hijo de una coja manipuladora y castradora, el tío de la principal víctima de su hijo… Y esos son solo algunos de los más de diez coprotagonistas de esta ambiciosa y coral obra que pretende poner el foco sobre la anormalidad de las familias normales, y arrojar algo de luz sobre el lado más oscuro del alma humana.
Porque todos, absolutamente todos los personajes de esta novela tienen algo que ocultar, son lobos con piel de cordero, verdugos de manos inocentes, y todos, absolutamente todos son víctimas de una atmósfera de violencia, de un trágico efecto dominó que les convierte irremisiblemente en victimarios, haciendo que uno tras otro, ficha tras ficha, todos vayan cayendo bajo el yugo del eros y el thanatos, ante las pulsiones de amor por lo prohibido y odio por los que les rodean, llegando incluso a estar dispuestos a la mayor de las bajezas, a verter la sangre de su sangre.
Y todo esto y mucho más es este apabullante thriller costumbrista, que gracias a su continuo cambio de personajes no da respiro al lector durante sus 400 páginas. Una actualización de las más demoledoras tragedias griegas con la que los ganadores del premio Amazon Indie 2016 Ana Ballabriga y David Zaplana han logrado entretejer magistralmente los destinos de tantos y tan variados, complejos y atormentados antihéroes como solo Víctor del Árbol había conseguido, regalándonos una novela impactante e incómoda como pocas, que sorprenderá y dará mucho que pensar a lectores de toda la familia y todas las familias.
Sergio Vera es coordinador del Club de Lectura de Las Casas Ahorcadas
Vista de las murallas de Constantinopla desde la Puerta Dorada.
Viajé a Estambul para ver la caída de Constantinopla, entre otras cosas. Llegué tarde, como me suele suceder, muy tarde: la vieja ciudad, la Manzana Roja (no confundir con la Gran Manzana), como la conocían los turcos, que tanto la deseaban, cayó en manos del sultán Mehmed II el 29 de mayo de 1453, una de las fechas fundamentales de la historia. Ese día, que marca el fin de la Edad Media y que pilló inoportunamente a unos cuantos catalanes en la ciudad (varios se dejaron la piel en las murallas y más de uno fue decapitado), conmocionó al mundo de entonces de la misma manera que al nuestro le impactaron la muerte de Kennedy o la caída de las Torres Gemelas. La gente preguntaba "¿y que estabas haciendo tú el día que cayó Constantinopla?" como nosotros hacemos, por ejemplo, con el 23-F. La verdad, es más bonito recordar lo que hacías cuando cayó Constantinopla.
Yo quería asomarme a ese suceso, la madre de todas las caídas, que me conmueve desde que leí de muy joven por primera vez El ángel sombrío, de Mika Waltari, la gran novela del asedio, como me conmueven todos los finales y derrotas. Tiene algo la caída de la ciudad marchita, el último bastión de un mundo en decadencia, de ritos dorados, de dinastías añejas (Comnenos, Cantacucenos, Paleólogos), de borceguíes púrpura, iconos y cánticos entre mosaicos y columnas de pórfido, que te envuelve en una nube de melancolía y pesar. Como si aquello hubiera sido algo personal. Es decir Constantinopla y pensar en su fin y quedarte a la vez embelesado y afligido, extático, turulato.
Me encontré así un día la semana pasada a la orilla del Bósforo, a un lado Asia, al otro Europa, y yo en frente en Estambul. Chillaban las gaviotas en un cielo gris de una tristeza infinita, rielaba espeso el mar de Mármara y se elevaban como espectros sobre las cúpulas otomanas los dedos pálidos de los minaretes. Me sentía el alma como si se me escurriera. Viajaba yo cargado con las voces de tantos amigos que parecía una caravana veneciana: Waltari (que es mucho más que Sinuhé el egipcio), Pierre Loti, Lord Byron, Gibbon (el gran escriba de las decadencias y caídas), Runciman, Graves, Norwich..., incluso con las cuatro palabras de Paddy Leigh Fermor, que fue llegar aquí, al final de su viaje y quedarse casi mudo, el tío, y mira que era elocuente, y que había materia. También llevaba poesía. Yeats (Sailing to Byzantium, "That is no country for old men"), Henrik Nordbrandt... No es recomendable leer poesía cuando estás en modo romántico y lúgubre en Estambul, te puedes tirar al Bósforo. Yo casi me fundo al leer en Santa Sofía, donde se refugiaron los supervivientes para ser masacrados (como el cónsul catalán) o esclavizados entre el flamígero fulgor de la ciudad en llamas, aquellos versos de Nordbrandt: “Nuestro amor es como Bizancio/ tuvo que haber sido/ la última noche. /Tuvo que haber habido me imagino/ un resplandor en los rostros/ parecido al que tiene tu cara/ cuando te echas el pelo para atrás/ y me miras”.
Estambul, desde el Cuerno de Oro.
Pero no todo era nostalgia, con eminente espíritu práctico y para redondear bibliografía, le había pedido al historiador Roger Crowley que me pasara unas someras instrucciones para echar una ojeada in situ a la caída de Constantinopla, el fin de aquel mundo y el símbolo del fin de todos los mundos. Crowley, autor de la espléndida y vívida (como todos sus libros) Constantinopla 1453, el último gran asedio (Ático de los Libros, 2015) me recomendó ir a las grandes murallas terrestres, donde se produjo el gran, apocalíptico asalto final. Esas murallas son una estructura impresionante, el sistema defensivo más poderoso de la Edad Media. Van del mar de Mármara al Cuerno de Oro a lo largo de casi seis kilómetros. El núcleo principal es la muralla doble de Teodosio, erigida en el siglo V. Yo, claro quería ir a los puntos más calientes del asedio, a ver si se notaba aún algo. Así que tomé un taxi y para allí que me fui.
Resultó que el conductor no hablaba mucho inglés y que la erudita información de Crowley no la hubiera descifrado ni el conde Belisario así que ni te digo un taxista turco acostumbrado a que le pidan ir a un espectáculo de danza del vientre. Acabamos recorriendo de un lado a otro la muralla a ver si me sonaba algún sitio, lo que era difícil porque está todo muy cambiado desde que atacaron los turcos, y además llovía. Yo trataba de hacerle entender al chófer que buscaba la zona cero del asalto mimando la batalla y representando ora al ejército de Mehmed avanzando ora al del basileius Constantino XI Dragases Paleólogo peleando desesperadamente sobre la muralla, con el propio emperador arremangándose y a su lado el valiente (aunque no del todo) Giustiniani. De repente al taxista se le iluminó la mirada. Me guiñó un ojo y condujo hasta un descampado —para mi alarma: empecé a pensar en El expreso de medianoche y en la violación de Lawrence de Arabia en Deraa— y me dejó en un edificio moderno con el cartel "Panorama 1453". Resultó ser un museo de exaltación nacional consagrado a mostrar una reproducción inmersiva a tamaño natural y 360º del momento final del asedio.
Una mujer turca velada en el museo Panorama 1453 de Estambul que muestra el momento final del asedio de Constantinopla.
Al salir había caído la noche, así que pasamos a toda velocidad en el taxi ante las puertas de la muralla real, y yo suspiré al ver la de San Romano, Topkapi (no confundir con el palacio), “la puerta del cañón”, porque es donde concentró sus disparos la monstruosa bombarda del artillero de Mehmed, Orban, y donde la tradición quiere que el emperador Constantino muriese peleando tras despojarse de sus insignias; la Puerta del Asalto (Hücum Kapisi), donde se produjo la brecha decisiva, la de Carisio o Edirnekapi, por la que entró Mehmed triunfalmente tras la caída de la ciudad... Con tantas puertas no es raro que al final los defensores se dejaran una abierta por descuido: la legendaria puerta del Circo o Kerkoporta, por la que se perdió la ciudad.
Dormí mal, enfebrecido. Porque sabía que me esperaba una cita la mañana siguiente, de nuevo en las murallas.Constantinopla está especialmente relacionada con los ángeles. Ni siquiera los turcos taparon los que hay representados en Santa Sofía. Una leyenda aseguraba que si algún invasor atravesaba las murallas sería detenido y expulsado al llegar a la vieja columna de Constantino por un ángel vengador. Mika Waltari inventó su propio ángel en El ángel sombrío, Juan Angelos, el misterioso protagonista, que arriba a la Constantinopla asediada cuatro meses antes de su caída. Angelos, que halla un inesperado y malhadado amor en la ciudad condenada, sigue una visión, la de que se encontrará con el ángel de la muerte en la Puerta de San Romano. Yo me fui a la Puerta Dorada, el tramo de la muralla conocido como el Castillo de las siete torres, Yedikule, donde el mito dice que descansa el último emperador esperando para volver un día como un rey Arturo bizantino y descabezado (Mehmet hizo decapitar su cadáver). Cuando el taxi paró, corrí hacia la alta puerta bajo el arco y las torres, por el lado de dentro de la muralla. Como saliendo de la nada, se me interpuso un policía turco con maneras de jenízaro y armado con un fusil de asalto y me gritó algo que no entendí. "Dice que está cerrado", tradujo desde el coche el taxista. El militar me dejó acercarme. Me asomé a un boquete en la puerta y eché un largo vistazo, mientras el ángel sombrío musitaba a mi oído las desesperanzadas palabras que había ido a buscar. Nada permanece.
Colección de 'crisolines' en la librería del Prado, en Madrid.JAIME VILLANUEVA
Quizá una parte de la fascinación que produce el objeto-libro se deba a que se trata de un pequeño artilugio que permite sostener en las manos mundos enteros. Si fuera así, sería fácil entender el tierno amor que muchos profesan por los crisolines, los minúsculos libritos (6,5 centímetros de base y ocho de alto) en los que la editorial Aguilar ha editado todo tipo de títulos —sobre todo, clásicos— desde 1946; uno al año, excepcionalmente, dos. Eso y, por supuesto, que se trata de una tradición forjada durante décadas, que ha pasado de padres a hijos, a hermanos, a nietos, de suegros a nueras y que ha convertido en un ritual para muchos el ir a comprar cada Navidad —para regalar o autorregalarse— el título que año a año iba completando la colección.
Sin embargo, esta vez los libreros han tenido que explicar a los clientes que llevan desde noviembre preguntando por la nueva entrega que ya no habrá más. “No sabemos por qué; solo sabemos que se han dejado de editar”, señala Nieves Cuevas, de la librería madrileña Pérez Galdós. Un portavoz de la empresa se limita a confirmar que se ha cerrado la colección “por motivos editoriales”. Preguntado qué significa eso, si se trata, como opinan algunos libreros, de un problema de falta de rentabilidad, este diario no ha obtenido ninguna respuesta.
María José Blas Ruiz, de la Librería del Prado, les reprocha que haya terminado de esta manera, sin más, sin ni siquiera una última entrega que cerrara la colección de un modo especial. A la altura de la pasión y la lealtad que han demostrado tantos cientos de personas durante décadas. “Esta colección realmente es una tradición familiar. Que ha pasado por generaciones… Los clientes me enseñan fotografías de cómo los colocan en casa. Una mujer me decía: ‘Fíjate, hace cuatro o cinco años encargamos que nos hicieran un módulo para el mueble para seguir colocándolos y ahora ¿qué voy a hacer?”. Y añade: “Es más el valor afectivo y sentimental de lo que supone la colección y el formato que en sí los textos, aunque son textos buenos, seleccionados”.
Esta librera madrileña es una gran conocedora de la colección, y no solo por su trabajo ni porque en su familia se han coleccionado estos diminutos libros desde siempre —“todas las Navidades, debajo del árbol, había uno para mi hermano y otro para mí”—, sino porque además es autora del libro Aguilar. Historia de una editorial y de sus colecciones en papel biblia. 1923-1986. Explica por teléfono (también lo hizo en su blog) que la iniciativa nació como un detalle cariñoso del editor para clientes, libreros, colaboradores y amigos, y que su éxito fue tan rotundo que los 15.000 ejemplares que se editaron del primer crisolín (que contenía Amor e historia del libro, de Ricardo de Bury, y Negro sobre blanco, de M. Ilin) se agotaron en unos pocos días. El nombre oficial de era Colección Crisol Serie Extra.
A partir de ahí, llegaron El alma de Cervantes, de Agustín Herrera García (1947); Estudios sobre el amor, de José Ortega y Gasset (1950); Vida de Lazarillo de Tormes, en edición de Ángel Valbuena Prat (1956); La gitanilla, de Cervantes (1968); la Constitución de 1812 (1976); Ficciones, de Borges (1981); Poesías de san Juan de la Cruz (1991); Somos cuentos de cuentos, de José Saramago (2001), o Soledades, de Antonio Machado (2006), por mencionar unos pocos entre sus 90 volúmenes.
Como curiosidades, están las 11 ocasiones en las que las entregas anuales fueron dobles, por ejemplo, en 1951, cuando además de La ruta de Don Quijote, de Azorín, se publicó La leyenda del librero asesino de Barcelona, en edición bilingüe, para homenajear a lectores y libreros de Cataluña. Además, entre 1968 y 1973, además al librito navideño se sumaba otro en primavera durante la Feria del Libro de Madrid. También hubo cuatro crisolines sudamericanos, editados en este continente en 1953, 1954, 1962 y 1975.
Durante todo este tiempo, los fieles compradores han criticado la elección de algún autor, de algún título, o la pérdida de calidad de los materiales desde el cuero inicial de las pequeñas tapas, pero nunca han dejado de acudir a su cita anual para continuar la colección. De hecho, este año ha repuntado la venta, cuentan las libreras, tal vez porque la gente ha aprovechado para completar aquellos que le faltaban en la colección. Es posible, además, que aumente su precio. En otros momentos, explican las libreras, se han llegado a pagar hasta 2.000 euros por los más antiguos y más raros, aunque ahora pueden estar entre varios cientos y los 1.000 euros.
Lo que la cúpula nazi ocultó a la sociedad alemana sobre la ‘solución final’
El historiador francés Florent Brayard defiende en un libro que un reducido grupo de jerarcas hitlerianos mantuvo en secreto hasta últimos de 1943 el asesinato de miles de judíos
Prisioneras del campo de concentración de Auschwitz, en torno a 1944. / ULLSTEIN BILD GETTY IMAGES
¿Se puede contar algo nuevo del nazismo? En Auschwitz: investigación sobre un complot nazi (editorial Arpa), el historiador francés Florent Brayard, uno de los máximos expertos en el genocidio de los judíos, demuestra que sí. A pesar de la ingente cantidad de libros, biografías, documentales y ficciones que, ochenta años después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, sigue generando el régimen de Adolf Hitler, todavía quedan cosas por explicar. Cuestiones tan simples, en apariencia, como quién supo qué y cuándo —las preguntas clásicas en toda investigación— siguen abiertas.
Releyendo con lupa los diarios de Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del régimen nazi, y aplicando al texto una mirada de filólogo tanto como de historiador, Brayard alcanza una conclusión que rompe con algunas ideas recibidas sobre este periodo.
Un número reducido de jerarcas nacionalsocialistas, con Hitler a la cabeza, orquestó un complot para ocultar a gran parte de la cúpula nazi y de la Administración —y al resto de alemanes y al mundo— un aspecto clave: el plan para exterminar a los judíos europeos. La conspiración consiguió mantener en el secreto absoluto, entre la primavera de 1942 y otoño de 1943, la ejecución, en Auschwitz y otros campos y lugares de exterminio, de centenares de miles de judíos de Europa occidental, incluidos alemanes.
En las 483 páginas de Auschwitz: investigación sobre un complot nazi, disecciona el proceso de toma de decisiones y la circulación de la información en la Alemania nazi, recompone algunas piezas del relato hasta ahora aceptado y así completa la historia la llamada “solución final”.
Los diarios de Goebbels, uno de los dirigentes más poderosos del nazismo, son el punto de partida. “Lo que yo esperaba [al estudiar sus diarios] era que él lo supiese todo y que lo comentase a su manera, es decir, de manera fanática. Y no era lo que encontraba”, explica Brayard en su despacho de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales (EHESS, en sus siglas francesas), en París.
Aunque el asesinato de judíos alemanes ya estaba en marcha, nada de eso aparecía en los diarios de Goebbels
Lo que el historiador descubrió fue que, aunque el asesinato de judíos alemanes ya estaba en marcha, nada de eso aparecía en los diarios de Goebbels. Parecía que estuviese en la inopia. Goebbels tenía noticia del asesinato de judíos polacos y soviéticos. Pero de los alemanes, nada. Su idea era que, como señalaban los planes iniciales, estos eran deportados al Este de Europa, y confiaba en su desaparición definitiva, pero no sabía que en aquel mismo momento estaban siendo ejecutados. Si estas noticias no habían llegado a alguien tan significativo como Goebbels, ¿quién estaba informado?
“Respecto a los judíos del Oeste, los más altos responsables y el aparato de seguridad escondieron al resto del aparato del Estado, salvo a aquellos que necesitaban esta información, el hecho de que se había cambiado el proyecto inicial de transplantación que debía conducir, al cabo de un tiempo, a la extinción del pueblo judío”, explica Brayard. “Ya no se trataba del traslado y extinción sino de exterminio inmediato. Y el aparato de Estado hizo, durante 18 meses, como si el programa anterior no hubiese cambiado”.
Hubo un complot, pues, o un “secreto superlativo”, como dice también Brayard. Pero, ¿por qué? ¿Por qué necesitaban Hitler y el jefe de la seguridad del Estado, Heinrich Himmler, que también estaba en el ajo, ocultarlo?
Florent Brayard.ERIC HADJ
“Hitler y Himmler creían que, si se hiciese pública la masacre de judíos alemanes deportados al extranjero, podría suscitar protestas como había ocurrido el año anterior, en el verano 1941, cuando varios responsables de la Iglesia católica, en particular el arzobispo Von Galen de Münster, protestaron por la muerte de enfermos mentales, que era secreta. Matar a enfermos mentales, para un Estado nazi embebido de darwinismo social, debía ser la cosa más natural del mundo. Pues no: visiblemente no lo era, ni era aceptable para la población alemana”, argumenta Brayard. “Así que, quizá, se dijeron que, al matar a judíos alemanes, que era los vecinos, la gente que te cruzas cada día, quizá se traspasaba una frontera moral, y que se pondría en riesgo la puesta en marcha de este programa si se desvelase su finalidad real”.
¿Significa esto que Hitler y Himmler se avergonzaban de lo que estaban perpetrando? ¿Que los jefes nazis eran conscientes de que estaba mal?
No, responde el historiador. Si existieron, estos reparos no se manifestaron ante la muerte de los judíos de Europa del Este. Y todos, los que estaban en la conspiración y los que no, compartían la política genocida. “En el fondo, lo que intento mostrar en el libro es que la evaluación por Hitler o Himmler de la moralidad del asesinato de los judíos obedece a un doble criterio. Según la moral nazi, sus actos no son transgresivos, sino que son la aplicación de las leyes de la naturaleza, y pueden glorificarse”, dice Brayard. “Al mismo tiempo, están obligados a tomar en cuenta la manera en que esta misma acción puede ser evaluada en el marco de la moral judeocristiana. Están obligados a tener en cuenta ambas cosas. De lo que están seguros es de que la nueva moral nazi no ha sustituido aún del todo la moral judeocristiana”.
Fue un momento de cambio de civilización. Un mundo acababa, otro no había nacido aún. El complot —el año y medio que la camarilla hitleriana ocultó el asesinato de los compatriotas judíos, hasta casi concluida la matanza— terminó cuando en octubre de 1943 Himmler la desveló a otros jefes nazis. Entre ellos a Goebbels. ¿Se puede contar algo nuevo del nazismo? Sin duda, sí.
AL CARGO DE LA EDICIÓN DE ‘MEIN KAMPF’ EN FRANCÉS
Lleva tres años y medio trabajando en la edición del libro de Hitler con un grupo de 15 historiadores y expertos, y el trabajo aún no está terminado. El historiador Florent Brayard dirige la edición crítica en francés de Mein Kampf (Mi lucha), el libro que Adolf Hitler escribió en 1925. Esta edición será una adaptación de la editada en 2016 por el Instituto de Historia contemporánea de Múnich, que iba acompañada de 3.500 notas explicativas y constaba de dos volúmenes. La edición francesa, por su parte, reducirá las notas, pero tendrá una introducción para cada capítulo. “No contribuyo a difundir Mein Kampf: contribuyo a que los lectores que deseen leer Mein Kampf puedan hacerlo de manera informada”, dice Brayard.
Mein Kampf está disponible en francés en papel y online en la antigua edición de 1934. No era fácil traducir bien a Hitler al francés. “No queremos que la versión francesa de Mein Kampf sea más agradable de leer que la alemana”, explica el historiador. Y añade: “No hay que mejorar a Hitler. Hay que escribir igual de mal que él. Y es muy complicado”.
Eulàlia Valldosera (Vilafranca del Penedès, 1963) es una figura destacada en el ámbito de las instalaciones artísticas. Ahora participa en la muestra Patriarcado del Thyssen.
¿Qué le hizo querer ser artista? De adolescente quise una profesión que me pusiera en contacto con todos los sectores de la sociedad. Dudaba entre ser médica o artista, sabía que mi camino era trabajar para la sanación.
¿Qué obra le ha impresionado últimamente? La obra de la sueca Hilma af Klint, quien dijo que sus pinturas se ejecutaban “a través suyo”.
¿Y su favorita de todos los tiempos?La sala de los abencerrajes en la Alhambra.
¿De qué obra ajena le habría gustado ser autora? De una pintura de Georgiana Houghton, por ejemplo El ojo de Dios.
¿Qué aborrece del mundo del arte? La autorreferencialidad, la exclusividad. Ya es momento de entregar nuestras herramientas a la comunidad para potenciar al ser creador que llevamos dentro y autorizarnos a protagonizar el cambio global.
Sus últimas obras suelen ser acciones de carácter efímero. ¿El objeto artístico está agotado? No, sólo está mal situado. No es fácil crear nuevos contextos fuera del imperio comercial. Performar es para mí una forma de circularidad en la que se da un intercambio más equilibrado, desplaza el tema del valor o la venta al capital humano.
También tienen un carácter político o social. ¿Entiende el arte como herramienta de acción? El arte nos hace parte de la creación que ocurre a cada instante. Practico una mística activista con la intención de obtener visión y unirla al sentir del corazón y al poder de la acción: el compromiso y la denuncia son necesarios para la sanación de las memorias colectivas.
De no ser artista, le habría gustado ser… ¡Mecenas!
¿Cuál es la película que más veces ha visto? El documental La cueva de los sueños olvidados, de Herzog, o Lawrence de Arabia...
¿Qué canción o pieza musical escogería como autorretrato?Devi prayer o Himno a la Madre Divina, de Craig Puess y Ananda Devi.
¿Qué está socialmente sobrevalorado? Se me ocurren tantas cosas, los medicamentos, los ibuprofenos, ja, ja.
¿Qué encargo no aceptaría jamás? Retratar a los monarcas.
¿A quién le daría el próximo Premio Velázquez? A Pilar Albarracín, por su coraje.
Fotografías, manuscritos y material de archivo de la revista 'Acento cultural'.JAIME VILLANUEVA
Sesenta años de una carpeta. Sesenta años guardada en un despacho. Un pequeño tesoro literario, amarillo por el tiempo. De su interior surgen sobres, fotografías, folios y cuartillas con correcciones de última hora. Son los descartes de un número de la revista Acento Cultural en homenaje a Antonio Machado a los veinte años de su muerte. Un número maldito, dirían algunos, un número frustrado, un número despojado de significado, en su momento, pues a causa de la censura franquista no se publicó como le hubiera gustado a su director, Carlos Vélez. Aquel Acento tuvo que rehacerse tres veces y fue peliagudo. El asunto, además de llegar ante Franco en el Consejo de Ministros, casi da al traste con una de las revistas culturales más progresistas de la época. Los materiales referentes a la muerte de Machado y sus últimos días de penuria fueron prohibidos, pero no borrados de la historia, porque Carlos Vélez guardó los manuscritos originales durante todos estos años. Entre ellos, materiales originales e inéditos de Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Caballero Bonald, Gloria Fuertes, José Agustín Goytisolo y otros muchos poetas de la época. También tuvo el cuidado de explicarnos a sus hijos, cuando aún éramos muy jóvenes, el sentido de estos papeles. Abrir la carpeta es como abrir un camino al pasado, del que surge, por ejemplo, Gloria Fuertes y su tarjeta postal.
En esta primavera ya del cincuenta y nueve, / quiero decirte Antonio / cómo va tu Castilla / —que marcha igual que siempre—, / el trigo ya verdea / y Emilio tras las mulas, / han hecho un Sindicato / y el hombre sigue hambre, / y el sol sigue más sol / y aquí no pasa nada, / tan solo tu recuerdo / metido entre mis rejas / recordando tus versos / y tu amor a mi estampa. / Antonio, ¿tú qué piensas / de estos homenajes? / ¿Te gustan? ¿Te disgustan? / ¿Te dan… justicia? Habla.
Aparecen más papeles. Fotografías con leyendas al reverso: “Grupo de poetas asistentes al homenaje a Machado en Colliure. De izquierda a derecha y de arriba abajo: Blas de Otero, J. A. Goytisolo, Ángel González Muñiz, J. A. Valente, Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral, J. M. Caballero Bonald”.
Hay textos inéditos de Carlos Barral, Gil de Biedma, Caballero Bonald, Gloria Fuertes y José Agustín Goytisolo
Leo un poema de Caballero Bonald. Sesenta años tiene el papel y la emoción es nueva:
Con una mano escribo / y con la otra, abro / las páginas / de un libro. Aquí está / la palabra que busqué / tantos años. ¿La podré / repetir / impunemente / ahora / mientras leo tu nombre, / una sola palabra / en el piadoso mármol?
Veo al poeta sobre la tumba del padre poético de tantos otros autores y me pregunto si leería estos versos allí, en el homenaje en Colliure, o si los escribiría unos días después, aún lleno de las emociones del homenaje, para la revista Acento. La censura lo guardó en la carpeta, pero el tiempo no censura, el tiempo es como el mar y suele devolverlo todo. Surge de este remanso de historia literaria un sobre. Lleva escrito esto:
Ermita de San Saturio, donde se sentaba A. M. / Pensión y casa que habitó en Soria. / Camino entre San Polo y San Saturio. / El puente sobre el Duero visto desde el Castillo. / Del sobre brotan fotos y recuerdos de un viaje familiar a Soria. Los niños corren entre los árboles y su padre grita: / He vuelto a ver los álamos dorados, / álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio: / tras las murallas viejas / de Soria —barbacana / hacia Aragón, en castellana tierra—. / Estos chopos del río, que acompañan / con el sonido de sus hojas secas / el son del agua, cuando el viento sopla, / tienen en sus cortezas / grabadas iniciales que son nombres / de enamorados, cifras que son fechas.
Entre las fotos reconozco el hotel Quintana, donde murió Machado. Es una imagen en blanco y negro, pero el artículo inédito de Carlos Barral, escrito días después de su visita a Colliure, pinta de colores la estampa: “Es una casa de tres plantas con la fachada de color y las persianas muy verdes, versión un poco más mediterránea y alegre del Hotel de la Gare que uno encuentra a la entrada de casi todos los pueblos de Francia (…) En el pórtico está madame Quintana, un poco asustada por tantas preguntas, un poco emocionada también, en medio de un grupo de gente que habla animadamente y saca fotografías”. Carlos Barral pasa a describir las habitaciones en las que el poeta vivió sus últimos días y siento la confirmación de que ese homenaje frustrado se hizo en mi casa, en cada enseñanza paterna. Ahí está Blas de Otero, otro favorito de mi hogar, que, junto a José Agustín Goytisolo, me mira desde la foto, ambos bajo una placa en el hotel Quintana en la que leo: “Antonio Machado, poète espagnol, est mort dans cette maison le 22 fevier, 1939”.
De Machado se habla, pero no de su caminar desolado, ni de la injusticia de su muerte. Los poemas están firmados por Leopoldo de Luis, Pere Quart, Gabriel Celaya, Pacheco, Leyva, Joaquim Horta, José Agustín Goytisolo. Me quedo con estos versos de Jaime Gil de Biedma, porque yo cuando pienso en Machado escucho a mi padre y recuerdo esa manera suya de guardar la cultura en sus hijos, construyendo con retales de verso un camino de vuelta a la memoria:
A ti, compañero y padre, / reconocida presencia. / Por lo que de ti aprendimos, / por lo que olvidado queda. / Por lo que tras la palabra / breve, todavía enseñas. / Por tu tranquila alegría / Y por tu digna entereza. / Por ti. Gracias. Porque en ti / Conocimos nuestra fuerza.
Lea Vélez es escritora e hija de Carlos Vélez, director de ‘Acento Cultural’.
El nuevo rey del fantástico de culto cumplirá este año 71 años y hasta hace una década no había escrito una palabra. Brian Catling (Londres, 1948) era, sin embargo, harto conocido en ambientes artísticos. Escultor, pintor y performer, había probado suerte con la poesía, pero jamás pensó que a los 61 sentiría la imperiosa necesidad de poner en marcha una carrera literaria que no se parece a nada de lo que ha existido antes. Alan Moore, uno de sus más ilustres fans, ha dicho de Vorrh (Siruela) que “incluso para quienes se hayan aventurado antes en otros mundos fantásticos, es como sumergirse en el mar por primera vez”. Le secundan clásicos como Michael Moorcock y Terry Gilliam, Iain Sinclair y Tom Waits, que consideran la trilogía (en España, en marcha; en el mundo anglosajón, recién cerrada: el último volumen se publicó en 2018) lo mejor que le ha pasado a la fantasía en lo que va de siglo. Y no es una fantasía cualquiera. Es una fantasía mutante que ignora las fronteras entre los distintos subgéneros y a ratos se vuelve steampunk y a ratos terror gótico y, en todo momento, dibuja un perverso surrealismo multicromático y sintetizado.
La historia es la siguiente. Más allá de la ciudad colonial de Essenwald se extiende un inmenso bosque, quién sabe si infinito, en el que habitan ángeles y demonios, guerreros y sacerdotes, cíclopes y robots, y tal vez incluso unos fieros Adán y Eva. Un bosque que retuerce el tiempo, absorbe las almas y borra la memoria, y del que se dice que, en su corazón, conserva intacto el jardín del Edén. Todo aquel que se interna en él acaba loco. Pero el protagonista de la historia, un soldado rebelde inglés —cuando arranca la novela ya ha estallado la Primera Guerra Mundial— se propone cruzarlo armado únicamente con un arco fabricado con la espina dorsal de su amante. Temeroso de lo que puede ocurrir si culmina su peregrinación con éxito, alguien envía a un experto tirador nativo para que acabe con su vida antes de que sea demasiado tarde. Pero ¿acaso puede ser demasiado tarde en un lugar en el que el tiempo ha dejado de existir, y en el que nada importa, y todo es posible? Un coro de visiones, una fantasía totémica, un artefacto esplendorosamente raro, que cuenta con, entre otros, el inclasificable escritor (músico y ajedrecista) Raymond Roussel como estrella invitada.
Admirador de Edgar Allan Poe (“y Edgar Allan Poe y Edgar Allan Poe”, responde, desde algún lugar de la isla de Gozo, en Malta, una soleada mañana de invierno, bajo un cielo, dice, exuberantemente azul) y Cormac McCarthy, de Emily Dickinson y Ray Bradbury, de Dylan Thomas y J. K. Huysmans, de Shakespeare y Beckett, Catling no ha dejado de escribir desde que en 2009 empezó a trabajar en Vorrh. En este tiempo, apenas una década, ha acabado una trilogía, un cuarteto aún por publicar —y otras cuatro novelas— todas pendientes de publicación —y, justo antes de ponerse a teclear las respuestas a esta entrevista, ha completado una página de sus dos libros en marcha —llamados Surreyside y Transi—. Así que puede que haya empezado tarde, pero su envidiable ritmo va camino de convertirle en el autor más prolífico del momento. Vive en Oxford y le aburren los días grises y lluviosos. Dice que hay más de la cuenta. Lo que no tenemos, y no le importaría tener, son más vidas. Porque, a veces, se dice, escribe porque no puede vivir lo suficiente.
Pregunta. ¿Cómo decide alguien, a los 61 años, embarcarse en algo tan bizarramente titánico como Vorrh? ¿Era algo que no podía no hacer? ¿Ha estado conteniendo su pasión por la escritura desde que era un niño?
Respuesta. Sí y no. Lo cierto es que fui y sigo siendo disléxico. Las clases de gramática en el colegio eran una pesadilla, pero la literatura era una bendición. Además, para acabarlo de arreglar, era tartamudo, así que contar historias no se me daba nada bien. ¡Pero tenía tanto que contar! Gracias a Dios pude apañármelas para contarlo todo a nivel visual. No podía no hacerlo. Estudié arte, y me conformé con escribir poesía durante mucho tiempo. La idea de escribir una novela me parecía algo que hacían los demás, que para mí estaba por completo vetado. Antes de que Vorrh diera conmigo y me mostrase el camino, escribí sin embargo algunos textos de prosa que siempre eran prosa poética. Eso sí, cuando le digo a la gente que tuve la idea para la primera escena de Vorrh en la cabeza durante más de una década, pero que tardé todo ese tiempo en pasar de la página tres, no se lo creen. Ocurrió durante una residencia artística en Australia, y no he dejado de escribir desde entonces. Cuando me preguntan si fue una especie de catarsis, les respondo que no, que en realidad, toda la culpa la tuvo mi portátil.
P.- ¿El hecho de tener un portátil a mano?
R.- Exactamente eso.
P.- ¿Y esa primera escena de dónde salió?
Cubierta de la novela.
R.- No lo sé. Solo tenía en la cabeza las palabras. Al protagonista haciéndole una reverencia a los restos de su esposa muerta. Y el bosque de Vorrh. Había leído sobre él en la obra maestra de Raymond Roussel, Impresiones de África. Él no lo describe, solo lo uso como telón de fondo. Yo lo hice más viejo, más grande, poderoso. Nunca pensé que podía estar escribiendo una obra de fantasía, siempre pensé que era más bien una epopeya surrealista, lo que de por sí ya resulta bastante contradictorio. En cualquier caso, ¿sabes qué? Creo que Roussel tomó prestado el nombre de Vorrh a Edgar Allan Poe. Hay una isla llamada Vurrgh en el relato Un descenso al Maelström.
P.- Hay mucho de la Biblia en Vorrh, de hecho, buena parte de la crítica la ha considerado una fantasía bíblica. ¿Diría que la Biblia ha condicionado nuestra idea de lo fantástico? ¿Ha sido el libro de fantasía más influyente de todos los tiempos?
R.- ¡SÍ! Sin duda. En mi caso, la influencia es clarísima en el lenguaje. El lenguaje con el que crecí era gris y aburrido, repetitivo. La clase de lenguaje que se utiliza en los barrios pobres de Londres. El lenguaje bíblico tiene un color alucinante, y me indicó el camino en todo momento.
P.- Hay fantasía en Vorrh pero también Historia, con mayúsculas. Las dos grandes guerras del siglo XX aparecen como trasfondo. ¿Por qué decidió relacionar el fantasmagórico jardín del Edén con episodios tan negros de la Historia?
R.- Porque creo que están relacionados. Si el Edén fue un experimento controlado para probar todo tipo de especies, quedó claro que el homo sapiens había salido mal. En Adán está la semilla de todas las guerras. Desde el principio quiso dominar, imponer su tiranía.
P.- Todo en la historia, los personajes —robots, cíclopes, el propio Raymond Roussel, la heredera del imperio del rifle Sarah Winchester, Adán y Eva, chicas que se convierten en arcos— y las situaciones, parece crecer como crecería una hiedra encantadoramente venenosa. ¿Trabaja sin mapa? ¿Estamos echando un vistazo a un pedazo de cada uno de los mundos imaginarios que pueblan su cabeza?
Si el Edén fue un experimento controlado para probar todo tipo de especies, quedó claro que el homo sapiens había salido mal
BRIAN CATLING
R.- Exacto. No hay mapa, ni plan. Mi cabeza contiene el libro mientras se escribe, o mientras él me escribe a mí. No tomo notas. El libro está vivo y crece desde la primera palabra, como si esa palabra fuese una semilla. Los personajes van, simplemente, apareciendo, y sus historias se van cruzando de una forma totalmente orgánica. Algunos vienen de muy lejos. Los robots de baquelita que crían a Ismael vienen de cuando era niño. Recuerdo cómo olía la baquelita de las radios antiguas cuando se calentaba. Y que era de un marrón chocolate. De repente un día pensando en eso se me ocurrió que podía haber una pequeña familia de robots hechos con ese mismo material. Los considero poesía escultórico narrativa.
P.- Por encima de todo, Vorrh es una increíblemente extraña novela sobre el poder de la imaginación. La sensación es la de que ese jardín, el bosque infinito, el lugar en el que nada importa y todo es posible, es tan peligroso como la imaginación. Porque la imaginación puede llegar a ser peligrosa. ¿Diría que, en ese sentido, la novela es una carta de amor a la idea misma de la imaginación?
R.- Oh, es una idea estupenda y casi con toda seguridad lo es. Para mí no existe nada más importante que la imaginación. Siempre animo a mis estudiantes a que la dejen volar tanto como puedan, y que la mantengan al margen del resto, porque la imaginación de cada uno de nosotros es única. Pero uno debe ejercitarla. El artista Peter Blegvad dijo en una ocasión que la imaginación es un músculo que mejora con el ejercicio. Y así es.
P.- ¿Y qué le debe el niño Brian a su imaginación?
R.- Todo. Era huérfano, un niño adoptado por una familia muy cariñosa que no tenía dinero ni educación, pero que siempre me animó en todo lo que me propuse. Nunca intenté descubrir quién era, preferí inventarme un yo. Siempre me he visto a mí mismo como una especie de cuco rarísimo que sobrevive lejos del nido con invenciones, mentiras, dibujos y relatos.
P.- Se ha dedicado usted al arte, pero se ha negado por completo a formar parte del circuito comercial. Crea al margen del mercado, lo que creemos debe resultar, en un mundo como el que vivimos, de lo más complicado. Así que la pregunta del millón de dólares es: ¿por qué? ¿Qué es el arte para usted?
R.- No es un principio moral ni nada por el estilo. Es solo que quiero que la libertad para experimentar sea constante y que quiero estar dentro de mis obras, no convertirme en una especie de marca. De vez en cuando vendo alguna cosa. Pero prefiero que el público simplemente disfrute de mis instalaciones. Solo quiero que formen parte de su experiencia y su memoria. Que se conviertan en recuerdos. La imaginación evoluciona a través del arte. El arte abre puertas y caminos que a veces nada tienen que ver con las palabras. Lo visual y lo auditivo pueden hacer que el mundo se detenga, silenciando la lógica durante el tiempo suficiente para dar pie a la irrupción de lo terrible y lo sagrado. El arte abre grietas en otros mundos. Respecto a los artistas, en una ocasión, Robert Graves dijo que existían de dos tipos: el animador de la corte, el bufón que solo piensa en entretener, y el que había elegido el camino oscuro y sombrío, e iba hacia una manipulación chamánica de lo real. A menudo me pregunto en cuál de los dos grupos estoy.
Estación de tren de Collioure, el pasado 12 de febrero.VICENS GIMÉNEZ
El 28 de enero de 1939 a las 17.30 se bajaron en la estación de Collioure cinco personas que media hora antes se habían subido al tren en Cerbère, el primer pueblo de la costa francesa por el lado oriental de los Pirineos. Eran Antonio Machado, su madre —Ana Ruiz—, su hermano José, la esposa de este —Matea Monedero— y el escritor Corpus Barga, que los había ayudado a salir de la ratonera en que se había convertido el paso fronterizo de Els Balitres, atestado de refugiados que huían de las tropas franquistas.
ampliar fotoAntonio Machado, visto por Sciammarella.
El jefe de estación de Collioure era un joven llamado Jacques Baills al que le preguntaron si había cerca un hotel. Baills les indicó el mismo en el que se alojaba él, el Bougnol-Quintana, a 10 minutos a pie siguiendo una avenida en dirección al mar. Mientras Matea cargaba el poco equipaje que les había quedado, José ayudaba a su hermano Antonio, que caminaba a duras penas. Padecía del corazón y tenía asma: mal panorama para un fumador empedernido que había pasado horas bajo la lluvia. Tenía 64 años, parecía un viejo. Tiempo antes había escrito a un amigo que se sentía así: viejo y enfermo. Viejo porque pasar de los 60 “son muchos años para un español”. Enfermo porque sus “vísceras” se habían “puesto de acuerdo para no cumplir su función”. Su madre, agotada, le sacaba 20 años. Cuando Corpus Barga la tomó en brazos —“pesaba como una niña”, recordará luego—, la anciana le formuló al oído una pregunta ya convertida en símbolo: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”.
El domingo 27 de enero, cuando faltaba un día para que se cumplieran 80 años de aquella escena, se descubrió una placa en recuerdo de aquel viaje. La compañía francesa de trenes no permite en sus instalaciones inscripciones ajenas al ferrocarril y la placa tuvo que colocarse provisionalmente en la caseta de electricidad del aparcamiento. Lo cuenta delante de ella Jacques Issorel, autoridad mundial en la etapa final de Machado y autor del libro Últimos días en Collioure, 1939 (Renacimiento).
ampliar fotoTumba del poeta Antonio Machado, el pasado 12 de febrero.VICENS GIMÉNEZ
Marsellés de 78 años y profesor emérito de Literatura en la Universidad de la vecina Perpiñán, Issorel conoció en 1972 a Jacques Baills, que tenía 27 años el día que se encontró con los Machado y nunca pudo olvidar aquel momento. “Imagínate, fue el encuentro de su vida”, cuenta Issorel camino de la placette —oficialmente, Place Géneral Leclerc—, sembrada de plátanos imponentes con ramas que parecen muñones. “Baills no era un hombre de gran cultura, pero tenía inquietudes: coleccionaba sellos y había estudiado español. Por eso reconoció a Machado. Cuando vio su nombre en el registro del hotel Quintana y al lado la palabra "profesor", recordó unos versos que tenía copiados en su cuaderno de español. Le preguntó si era el poeta y él le dijo que sí. Desde entonces se vieron con frecuencia”.
El profesor Issorel conoció también a Juliette Figuères, la dueña de la mercería de la placette. Allí recalaron los Machado preguntando por el hotel, al otro lado del Douy, un riachuelo cuyo cauce, seco, se usa ahora como una calle más. Aquella tarde madame Figuères les preparó café y, días más tarde, les prestó dinero para que compraran sellos y pudieran escribir a las hijas de José, enviadas a la Unión Soviética. También regaló una camisa a cada hermano. Hasta entonces, los días de colada bajaban por separado a comer: compartir la única que tenían mientras se secaba la otra. Fue ella la que cosió la bandera que cubrió al poeta el día de su muerte. Fue el 22 de febrero, Miércoles de Ceniza, horas antes de que llegase la carta de la Universidad de Cambridge ofreciéndole el puesto de lector.
LECTURAS
Collioure... Los días azules de Antonio Machado Serge Barba. FAM/Trabucaire, 2019 129 páginas 25 euros
Los últimos caminos de Antonio Machado Ian Gibson. Espasa, 2019 256 páginas 19,90 euros
La herencia de Antonio Machado (1939-1970) Jesús Rubio Jiménez. Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019 350 páginas 25 euros
Estos días azules y este sol de la infancia Ida Vitale, J. M. Caballero Bonald, Joan Margarit, Clara Janés y otros. Visor, 2018 152 páginas 12 euros
Antonio Machado en el siglo XXI. Nueva trilla de poesía, pensamiento y persona. Víctor Fuentes. Visor, 2018. 426 páginas. 20 euros
Últimos días en Collioure, 1939 Jacques Issorel. Renacimiento, 2016 224 páginas 18 euros
El mundo mago. Cómo vivir con Antonio Machado Elena Medel. Ariel, 2015 245 páginas 17,90 euros
Si Antonio Machado salió poco del Quintana, hoy su ruta en Collioure es un paseo de minutos: la estación, la mercería (convertida en tienda de “vinos de autor”), el hotel (cerrado), el castillo en el que estaban confinados los soldados españoles que portaron su ataúd y, por supuesto, el cementerio. Cinco banderas republicanas, varios ramos de flores, un bajorrelieve con la efigie del poeta, tres placas y dos folios con sendos poemas adornaban el martes pasado su tumba, la primera que se ve al entrar en el camposanto. No siempre estuvo ahí. Hasta julio de 1958 sus restos ocuparon un nicho cercano cedido por una amiga de la señora Quintana. Cuando la familia necesitó ese nicho, el poeta fue trasladado al lugar definitivo después de que el Ayuntamiento de Collioure regalara el terreno y un comité al que pertenecía Baills promoviera una colecta a la que contribuyeron, entre muchos otros, Albert Camus, René Char, André Malraux y Pau Casals. El músico, recuerda Issorel, estaba por entonces en Prades, a una hora de aquí, y se ofreció a tocar en el segundo sepelio: “Como la familia no quería actos públicos, Casals vino a las pocas semanas y tocó el violonchelo con el cementerio vacío”. Meses después, en el invierno de 1959, coincidiendo con el 20º aniversario de la muerte de Machado, serían los escritores de la generación de los cincuenta —de Gil de Biedma a Caballero Bonald, pasando por Ángel González— los que peregrinarían a Francia para rendir homenaje al maestro poético de la posguerra y, de paso, promocionarse como generación. Las fotos de aquel día se repiten en los libros de historia de la literatura, pero en Collioure nada hace sombra al homenajeado. “Casi nadie se acuerda aquí”, explica Issorel, “de la visita de los poetas del cincuenta”.
Los pueblos de los Pirineos franceses conmemoran algo que nombran en español: la retirada
La tumba de Machado está siempre tapizada de flores y papeles, versos suyos y ajenos, dibujos y cartas de lo más variopinto: exvotos para un santo laico. En 1980 se instaló un buzón en la tumba para evitar que los papeles se dispersaran y ahora forman parte del Fondo Documental Palabra en el Tiempo que se custodia en la flamante mediateca del pueblo, inaugurada en septiembre pasado en frente del hotel Quintana y bautizada, cómo no, con el nombre del poeta andaluz. En el último piso tiene su sede la Fundación Antonio Machado de Collioure (FAM), creada en 1977. Son los dominios de Jacques Rodor, tesorero, que abre con orgullo el archivador con las 32.000 piezas recogidas en estas cuatro décadas y cuyo estudio está en manos de la Universidad de Alcalá de Henares.
El traslado de 1958 se aprovechó para colocar en la misma tumba a la madre del poeta, que murió 72 horas después que su hijo y reposaba hasta entonces en la zona del cementerio destinada a los pobres. También las autoridades franquistas aprovecharon el momento para pedir que los restos de Machado fueran llevados a España. La familia, desde el exilio en Chile, se negó. Lo mismo hicieron sus representantes en Francia cuando en 1966, Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo de Franco, volvió a la carga. Cada febrero, la FAM celebra una jornada de homenaje el domingo más próximo al 22 de febrero. Este año será el 24. En 2014 acudió a los actos un representante de la Junta de Andalucía que insinuó que su ilustre paisano debería descansar en Sevilla. “La propuesta fue discreta”, recuerda Jacques Issorel, “pero la reacción fue claramente hostil”. Él comparte esa reacción: “Esta tumba no es solo la de un gran poeta, es el símbolo del éxodo de la España republicana”. Lo mismo opina Joëlle Santa-García, nacida en Elche hace 56 años, emigrada con sus padres en los años sesenta, profesora de español en un instituto de Perpiñán y presidenta de la FAM desde hace seis años. “Antonio Machado es el portavoz de esos 500.000 españoles que, como él, tuvieron que dejar su país”, sostiene. “Desplazar su sepultura sería negársela simbólicamente a quienes no tienen su fama”.
ampliar fotoHotel Bougnol-Quintana, en Collioure, en el que murió Antonio Machado.VICENS GIMÉNEZ
“La patria de Machado es su tumba en Collioure”, dice tajante Serge Barba citando a Oriol Ponsatí-Murlà, profesor de la Universidad de Girona, que durante aquella jornada machadiana de 2014, 75º aniversario del éxodo, glosó en una conferencia la definición de patria de Diderot y D’Alembert: no es el lugar donde nacimos sino donde somos libres. Barba ha recogido esa intervención en el volumen bilingüe Collioure… Los días azules de Antonio Machado, recién coeditado por la FAM y la editorial rosellonesa Trabucaire. Tomando el título del celebérrimo último verso del poeta —“Estos días azules y este sol de la infancia”—, el libro recopila textos e imágenes sobre el autor sevillano y sobre el pueblo que lo acogió firmados por autores como Louis Aragon, Joan Manuel Serrat, Mercedes Cuesta, Monique Alonso y, por supuesto, Jacques Issorel.
“En Francia la memoria histórica no está politizada”, afirma el historiador Serge Barba, hijo de exiliados
A ese recopilatorio se sumará la semana que viene Los últimos caminos de Antonio Machado (Espasa), del hispanista Ian Gibson, que ya en 2006 firmó Ligero de equipaje, la biografía de referencia del autor de Soledades. Por su parte, la Universidad de Zaragoza acaba de publicar‘La herencia de’ Antonio Machado, un estudio de Jesús Rubio Jiménez sobre las “apropiaciones” del “gran poeta cívico español del siglo XX”. Rubio Jiménez se extiende entre 1939 y 1970. Quince años más tarde nació la autora cordobesa Elena Medel, que en 2005 consagró a Machado el ensayo El mundo mago (Ariel), nacido de su interés por “una poesía comprometida que no sea explícita”, explica. “En su obra, por ejemplo, el paisaje tiene un sentido político”. Al otro lado del Atlántico, en la Universidad de Iowa, el poeta granadino Luis Muñoz ultima estos días una aproximación a la estética machadiana que busca, sostiene, limpiarlo de “hagiografía” y subrayar lo que tiene de “furia cordial” y de “modernidad sin modernolatría”. Buscaba “una renovación desde los cimientos de los valores individuales y colectivos que conservase un lazo con lo clásico”.
ampliar fotoEl historiador de la literatura Jacques Issorel, en la Mediateca Antonio Machado de Collioure.VICENS GIMÉNEZ
“Profeta ni mártir / quiso Antonio ser. / Y un poco de todo lo fue sin querer”, dice Serrat en la antología preparada por Serge Barba, que reconoce que la figura de Machado ha servido de altavoz a la estampida que en 1939 llevó a 500.000 españoles a atravesar la frontera. Los franceses lo conocen con una palabra sin traducir —Retirada— omnipresente este año en el departamento de los Pirineos Orientales, cuyo Gobierno ha publicado un programa de actos de 24 páginas. Barba presidió hasta 2009 la asociación FFREEE (Fils et Filles de Républicains Espagnols et Enfants de l’Exode), que ha impulsado decisivamente el recuerdo del exilio español. “A rendirle homenaje a Machado siempre ha venido gente”, explica Barba, “pero en los últimos años la historia de la Retirada se ha popularizado en toda la región”. No quiere, sin embargo, comparar el estado de la memoria histórica a ambos lados de la cordillera aunque subraya que la Generalitat de Cataluña hace un buen trabajo: “80 años después, en Francia se ha olvidado lo malo. Hoy es fácil arrepentirse del maltrato del 39 a los refugiados, de las alambradas, los campos de concentración… Mientras aquí el tema no está politizado, en España la oposición criptofranquista sigue a lo suyo. Pero bueno, los exiliados vinieron a este lado”. Entre ellos estaban sus padres, una sevillana y un murciano emigrados a Barcelona que huyeron a Francia al final de la Guerra Civil. Al llegar fueron separados y recluidos en distintos lugares. Cuando su madre supo que su marido había conseguido salir del campo de Saint-Cyprien para instalarse en Elne, se reunió con él. En 1939 una joven maestra suiza había fundado en ese pueblo una maternidad para evitar que las mujeres diesen a luz en condiciones inhumanas en los campos de refugiados de la costa. Allí nació Serge Barba en 1941, el mismo año en que la Comisión Depuradora del Ministerio de Educación franquista despojaba póstumamente a Antonio Machado de todos sus derechos como funcionario.
A siete kilómetros al norte de Collioure, los jubilados pasean por el puerto de Argelès. En el pueblo hay un centro memorial y un cementerio de los Españoles en la avenida de la Retirada. Ya en la playa, un monolito recuerda que hace 80 años improvisaron sobre la arena un campo de concentración por el que pasaron 100.000 personas. “Su desgracia:”, se lee en la inscripción, “haber luchado para defender la democracia y la República contra el fascismo en España de 1936 a 1939”. Y termina: “Hombre libre, recuérdalo”.
MACHADO INÉDITO, PAPELES DE FAMILIA
Carta de Antonio Machado a su padre en el verano de 1892.FUNDACIÓN UNICAJA
El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 sorprendió a Manuel Machado en Burgos, pronto en manos del bando sublevado. Antonio, mientras, seguía en Madrid. La separación de los dos hermanos se convirtió en símbolo de la tragedia española. Enterado de la muerte de Antonio, Manuel viajó enseguida a Collioure, donde descubrió que también había muerto su madre. De regreso en la capital al terminar la guerra, se hizo cargo de la biblioteca y el archivo de su hermano. Tras su muerte en 1947, su viuda donó parte de ese fondo a varias instituciones burgalesas. El resto lo entregó a su cuñado Francisco Machado, que falleció tres años después. Esta segunda parte es la adquirida por la Fundación Unicaja, que a partir del próximo sábado presenta una selección en la muestraLos Machado vuelven a Sevilla. Entre los documentos que podrán verse destacan una carta escrita por Antonio a su padre en 1892, considerado el primer documento escrito conocido del poeta, y la recién descubierta La diosa Razón, una obra teatral compuesta a cuatro manos por los dos hermanos. Ambientada en la Revolución Francesa, algunos ven en ella una metáfora de la radicalización ideológica que condujo a la Guerra Civil.
[Transcripción diplomática de la carta escrita desde Madrid por Antonio Machado a su padre en el verano de 1892. El futuro poeta tenía 17 años. La misiva forma parte del fondo documental que podrá verse desde el próximo 23 de febrero en el Centro Fundación Unicaja en Sevilla]
Queridísimo papa: supongo que habras pasado un viage muy cómodo, pues segun abuelo nos decía estabas muy bien instalado, y creo tambien que el mar estaría en calma y que no habras sufrido mareo alguno.
No sabemos si recibirías el certificado en que iba mi artículo por no saber bien las señas de Meneses; si fuera así dímelo y te enviaré otra copia.
Tanto Manuel como yo desde el día que tu te fuiste nos dedicamos á estudiar con doble interés para aprobar en Septiembre Manuel las dos matemáticas y yo estas asignaturas mas el Frances y la Historia Universal. A esto me dedico tan solo dejando aparte toda otra clase de estudios pues no me servirían de nada me impedirían terminar pronto el grado de bachiller. Si puedo hacer lo que quiero en el mes de Enero próximo habré ya terminado y podre comenzar la carrera.
La distribucion que hago del día es la siguiente: á las 7 1/2 de la mañana, hora que me levanto, me pongo á estudiar hasta las 9 que viene el profesor á darnos clase hasta las 10 ó 10 y 1/2. Despues de comer estudio hasta las cuatro las lecciones de Historia Universal y Matemáticas. [frase tachada] Desde mañana tengo que asistir á la biblioteca para estudiar el frances.
Pepe sigue haciendo sus dibujos y progresa paulatinamente. Ayer estuvieron en el museo de pinturas.
El tiempo ha mejorado afortunadamente y ya no sufrimos calores tan estupendos.
Y sin mas por hoy y esperando noticias tuyas para escribirte mas largo y enviarte algun trabajillo que escribire solamente para ti se despide tu amantísimo hijo
Antonio
Hoy he visto á Mendez y á Vicente que me han dado para ti muchos recuerdos.
El mundo rural protagoniza las últimas novedades editoriales. Su reto es retratar un universo amenazado sin bucolismo ni tremendismo. La generación de la crisis mezcla memoria personal, crítica al capitalismo y reivindicación feminista
La escritora y veterinaria María Sánchez en Las Albaidas, Córdoba.ALEJANDRO RUESGA
María Sánchez se mueve como por su casa entre las ovejas que su amigo Felipe Molina cría en Las Albaidas, muy cerca de Córdoba, pero advierte: lo suyo son las cabras. Concretamente las de una raza a la que llaman, por las manchas de la piel, florida. “Las cabras”, explica, “son muy inteligentes. Y muy inquietas, se aburren”. Sánchez, cordobesa de 29 años, forma parte del grupo de veterinarios que trabaja para una asociación de 85 ganaderos de toda la Península. Eso supone —de Cataluña a Portugal, de Cádiz a León— 30.000 cabras. El martes pasado salió a trabajar por Ávila y Cáceres. El martes que viene Seix Barral publica su libro Tierra de mujeres, una mezcla de ensayo y memoria personal que defiende una visión realista —ni bucólica ni tremendista— del mundo rural al tiempo que reivindica el papel de las mujeres en ese mundo. Entre ellas, su abuela y su madre, subalternas en un universo de poder masculino, campesinas en una familia de veterinarios. Lo fue el abuelo de María Sánchez, lo sigue siendo su padre y lo es también ella, que, admite, tardó en reconocerse en las figuras femeninas que la rodeaban: “De chica quería ser un hombre. Ellos eran mi referencia”. Como escritora también le pasaba: “No hay narradoras del mundo rural porque las niñas dejaban la escuela para ayudar en el campo mientras sus hermanos seguían estudiando —le pasó a mi madre— y porque eran las primeras que se marchaban. Irse a la ciudad era una liberación”.
Autora del poemario Cuaderno de campo (2017), que va por la 12ª edición, Sánchez subraya que si no trabajara entre árboles y animales no escribiría: “Esto es mi vida, mi narrativa invisible”, dice señalando la dehesa. No obstante, admite que “el mundo rural está de moda”. Su propio libro viene a sumarse a títulos recientes como Las ventajas de vivir en el campo, de Pilar Fraile; Donde viven los caracoles, de Emilio Barco, o La tierra desnuda, de Rafael Navarro de Castro.
“No había escritoras del campo porque las niñas dejaban la escuela para trabajar”, dice María Sánchez
Este último vive en Monachil, un pueblo de 1.000 habitantes en las estribaciones de Sierra Nevada. Guionista de cine y televisión, De Castro (Lorca, 1968) llegó a Granada llevado por la nostalgia de su infancia en una granja de Albacete, el amor por una granadina y el hartazgo de la vida en Madrid. “No duras aquí ni un invierno”, bromeaban sus vecinos. Lleva 18 años. Menos cine, ha hecho de todo: cultivar olivos, criar gallinas, “sobrevivir”. Sin embargo, conocer a los campesinos de su valle despertó en él la idea de rodar un documental que no prosperó pero que le sirvió de germen de La tierra desnuda, una novela de 500 páginas que cosechó un clamoroso silencio en todas las editoriales a las que la envió. Su suerte cambió el día que una amiga puso las primeras páginas en manos de Pilar Álvarez, la editora que, desde Turner, animó a Sergio del Molino a escribir La España vacía cuando el libro era solo un proyecto en un folio. La pega era que Turner no publica ficción; la suerte, que Álvarez fichó el año pasado por Alfaguara, el sello que acaba de lanzar La tierra desnuda y al que, cuenta la propia editora, no paran de llegar originales con historias rurales. Según parece, la España vacía está llena de escritores.
Navarro de Castro es consciente de que el campo es un género literario en sí mismo. Tanto que al frente de cada capítulo ha colocado citas que —de Miguel Delibes a Miguel Torga, pasando por Robe Iniesta o Luis Berenguer— servirían para levantar una biblioteca especializada. Él, afirma, quería desmarcarse de los clichés que arrastra ese mundo, a veces perpetuado por la propia literatura. A la pregunta de ¿qué clichés?, responde sin tomar aire: “Atraso, miseria, hambre, explotación, analfabetismo, ignorancia, abuso, maltrato, beatería… Al final todo lleva a la brutalidad. Pascual Duarte es un asesino en serie nacido en el campo. En Cañas y barro, Tonet termina matando a su hijo y suicidándose. En Los santos inocentes, el paisano cuelga al terrateniente… Siempre se habla del campo cuando hay un crimen, aunque no hay más crímenes que en las ciudades. Es un mundo muy duro y eso es ineludible, pero también hay gente con principios, que se ayudan unos a otros, que cuida la tierra y respeta la naturaleza”.
ampliar fotoEl novelista Rafael Navarro de Castro, en Monachil (Granada).ALEJANDRO RUESGA
También María Sánchez está cansada de la visión negativa del “periodismo sepulturero” que “se recrea en los pueblos fantasma”. “Del campo siempre han escrito los mismos: hombres y de ciudad. Delibes está bien. Se ve que le gustaba el campo, pero iba de paseo. ¡Pregúntale a mi madre si le gusta el campo! Para ella significa trabajo”. A Sánchez no le gustó La España vacía: “Puede ser interesante como estudio sociológico, pero es paternalista”. Ella prefiere hablar de “España vaciada”: “En los pueblos hay mucha gente haciendo cosas: agricultura respetuosa con el territorio, ganadería extensiva, gente conectada gracias a Internet como Ramaderes de Catalunya o Ganaderas en Red. Muchas mujeres…”. Algunas la acompañarán en las presentaciones de su ensayo: “En igualdad de condiciones. Se trata de hablar del campo, no de mi libro”. Entre los títulos ajenos que le han gustado cita Invierno, de Elvira Valgañón; Palabras mayores, de Emilio Gancedo, o Los últimos, de Paco Cerdà. Todos en el sello riojano Pepitas de Calabaza, uno de los que más han apostado por el tema.
Sergio del Molino reconoce que si la postura de María Sánchez es “militante”, la suya es “diletante”, pero considera que su reproche es injusto: “Por un lado, no hay superabundancia de urbanitas hablando del campo: ahí están referentes como Julio Llamazares o Avelino Hernández. Por otro, en La España vacía no finjo hablar desde un punto de vista que no es el mío. El lector lo sabe en todo momento”. Tampoco cree que unas voces estén más autorizadas que otras para “tratar un tema que nos concierne a todos”. Lo que sí admite es que las "grandes desaparecidas" de su libro son las mujeres porque también lo son de los discursos culturales sobre el campo: "El mío es un ensayo sobre discursos culturales y nadie ha recogido hasta ahora esas huellas. Eso está cambiando. Lo importante es que haya una polifonía. Por eso me interesa la postura de María Sánchez aunque no siempre la comparta".
En casi todos los escritores que trabajan sobre el mundo rural se repiten tres referencias: Puerca tierra (1979), de John Berger; La lluvia amarilla (1988), de Llamazares, y, por supuesto, La España vacía (2016). A su lado, pequeños hitos que mantuvieron vivo el interés, como Un millón de vacas (1990), el libro de cuentos y poemas de Manuel Rivas; El cielo gira (2004), el documental de Mercedes Álvarez; Intemperie (2013), la novela de Jesús Carrasco, o El olivo(2016), la película de Iciar Bollain, que ya en 1999 había contado con Llamazares para escribir el guion de Flores de otro mundo.
“La globalización produce insatisfacción y los jóvenes buscan otros valores”, sostiene Julio Llamazares
Julio Llamazares recuerda que escribió La lluvia amarilla “a contrapelo” de lo que se hacía en la España de los ochenta, “la de la movida y el pelotazo”, cuando escribir sobre el campo era, dice, “casi una provocación”. Una provocación que solo se le toleraba a Miguel Delibes, que en 1978, año incónico de la Transición, publicó El disputado voto del señor Cayo, una novela sobre el choque entre la cultura urbana (basada en el consumo) y la campesina (basada en la autosuficiencia). El resultado del choque ya lo conocemos, sin embargo, pese a la supuesta hostilidad del ambiente, La lluvia amarilla se convirtió en un fenómeno justo una década más tarde: “Supongo que tocó una fibra de la sociedad sobre un problema oculto”. Los lectores se identificaron tanto con la historia del último habitante de un pueblo del Pirineo, Ainielle, que bautizaban a sus hijas con ese nombre y peregrinaban a los escenarios del libro. “En el fondo hablaba del paso del mundo agrario a uno urbano e industrial. Por eso conectó con la gente. Incluso fuera de España. El tema es universal”. El escritor leonés compara el interés por el mundo rural con el que suscita la memoria histórica: una generación lo vive, la siguiente quiere olvidarlo y la tercera, recuperarlo: “Son los nietos los que quieren saber qué pasó en la Guerra Civil. También cómo vivían sus abuelos, por qué emigraron sus padres y con qué resultado”. Llamazares, no obstante, aprecia en los jóvenes una mirada distinta que está calando en la literatura: “La globalización genera insatisfacción y la gente busca en los pueblos algo que a veces está idealizado pero que tiene otros valores: la ecología, por ejemplo”. La editora Pilar Álvarez abunda en esa insatisfacción y le pone fecha: 2008. “La crisis demostró que la ciudad puede ser muy dura y que te expulsa fácilmente de la sociedad”. María Sánchez añade un elemento más: “La gente empieza a preguntarse de dónde sale lo que come. Por eso proliferan los grupos de consumo a pesar de la presión de la industria alimentaria y del supuesto progreso. Hoy empujar el carrito de la compra es un acto político”.
No es raro que el debate sobre la definición de progreso haya puesto en el centro de atención la obra de John Berger. Un año después de ganar el Premio Booker con la novela G. (1972), el escritor londinense se instaló en Quincy, un pueblo de los Alpes franceses. En 1979 publicó Puerca tierra, primer volumen de una trilogía sobre la desaparición del mundo campesino que completó con Una vez en Europa(1983) y Lila y Flag (1990). Aquella obra inaugural, que mezcla poemas y cuentos, se abre con una reflexión sobre la relación del escritor con el lugar y la gente sobre los que escribe, continúa con un aviso -"No soy campesino. Soy escritor: mi escritura es al mismo tiempo un vínculo y una barrera"- y se cierra con un ensayo cuyo fin es colocar la ficción en su contexto económico. Berger, traducido por Pilar Vázquez para Alfaguara, escribe allí: “Las fuerzas que hoy están eliminando o destruyendo el campesinado representan la contradicción de muchas de las esperanzas contenidas en su momento en el principio de progreso histórico. La productividad no reduce la escasez. La expansión del conocimiento no lleva inequívocamente a una mayor democracia. El advenimiento del ocio en las sociedades industrializadas no ha traído la satisfacción personal, sino una mayor manipulación de las masas”. De este párrafo hace 40 años.
ampliar fotoEl cineasta y escritor Santiago Lorenzo en la aldega segoviana en la que vive.ULY MARTÍN
Rafael Navarro de Castro coincide con otro de los apuntes de Berger: lo que hay que conservar no son las tradicionales condiciones de trabajo de los campesinos, sino sus valores: “Hasta ayer”, dice el novelista, “se juntaban para ayudarse recogiendo la cereza o la aceituna, para hacer la matanza… Tenían un espíritu colaborativo, no competitivo. Además, son ecologistas sin saberlo. Plantan un árbol cuando se muere otro, cuidan la tierra. Nosotros ¿qué hacemos? La esquilmamos, la envenenamos y la dejamos inservible. Ellos piensan en la continuidad, piensan a largo plazo, en sus hijos, en sus nietos o en el que vendrá. Nosotros pensamos en la cuenta de resultados: sacar el máximo beneficio en el mínimo tiempo posible”. “Ahora”, añade María Sánchez, “nos cuentan en revistas científicas técnicas contra la erosión que sabe desde siempre cualquier pastor”.
CONTRA EL AGRO-POP
“El campo tiene cosas cómicas, pero falta humor al hablar de él”. Lo dice Santiago Lorenzo (Portugalete, Bizkaia, 1964), que lleva seis años viviendo en una aldea de Segovia cuyo nombre no quiere que se publique. Tras dirigir películas como Mamá es boba o Un buen día lo tiene cualquiera, Lorenzo se ha volcado en la literatura. Su última novela, Los asquerosos, la epopeya sin épica de un hombre que se refugia en un pueblo huyendo de la policía, tiene algo de burla de los “alardes agropop” de los urbanitas: “He visto comportamientos más paletos en Madrid que en el pueblo, pero siempre se habla del campo como de las catedrales, con gravedad”. A él no le preocupa que el país se despueble: “¿Que hay mucha España vacía? Cuanta más haya, mejor. Así tenemos para elegir. A los que se lamentan les digo lo mismo que a los que se quejan cuando cierran una sala de cine: ‘Haber ido, si es que no ibas…”. Su opción por la aldea se debe, explica, a que siempre ha vivido en “la inconsistencia”: “Y aquí estoy muy bien”. Al protagonista de su libro le parece “una fantasmada de revista de tendencias” dedicarse a la agricultura, pero disfruta como un niño del silencio y del aire puro: “Yo no hago mermeladas, siembro ajos. El silencio y el aire son dos grandes ventajas del campo. La desventaja es que no hay pastelerías. Y que a veces se pierden los de MRW”.
Las palabras que más se oyen en cualquier conversación sobre el campo no son “desde siempre” sino “hasta cuándo”. ¿Hay futuro? Julio Llamazares reconoce que los nuevos escritores han devuelto el tema a la actualidad, pero avisa: “Va camino de convertirse en un género. Yo he empezado a rechazar invitaciones a coloquios porque hablar ya está todo hablado, ahora toca actuar”. De Castro, como apunta en su novela, cree que la reforma agraria de la Segunda República fue tal vez la última oportunidad: “El resto fue ir cuesta abajo. Primero, el franquismo y los terratenientes; luego, la globalización y la presión del capitalismo. Parecía distinto pero terminó siendo igual: someterlos a base de precios. Te impongo unas condiciones de producción y unos precios de venta y te asfixio. El futuro pasa por cultivar tomates y que sea viable porque todo el mundo come tomates y encima los paga caros. No lo es porque hay toda una red de intermediarios que deja al agricultor como el eslabón más débil. Al final los tomates se cultivan en invernaderos industriales a base de química y de explotar a los inmigrantes”. Eso sí, tiene fe en los grupos de consumo que tratan de “romper las cadenas de comercialización y de la larga distancia. ¡Si es que nos traen la comida del culo del mundo!”. También Emilio Barco confía en los “jóvenes hortelanos”. Profesor de Economía Agraria en la Universidad de La Rioja, Barco acaba de publicar Donde viven los caracoles, una mezcla de testimonios y análisis en crudo con John Berger en el horizonte. “Que desaparezcan las huertas”, escribe con ironía, “no es ningún problema mientras estén los lineales de los supermercados abastecidos de lechugas, acelgas, judías verdes…, vengan de donde vengan. Para las hortalizas no se quisieron en su día las denominaciones de origen. Así les va”.
María Sánchez insiste en que es urgente “dejar de tratar a la gente del campo como a ciudadanos de segunda” para que se quede el que quiera quedarse: “No se trata de que haya un instituto en cada pueblo, sino uno por comarca. O médicos que puedan atender a los niños, no solo a los viejos. Y que llegue Internet, porque hoy es imposible hacer rentable una ganadería o un cultivo sin conexión”. Para ella, los grandes problemas son la falta de servicios básicos, la política agraria comunitaria —“que beneficia a los grandes propietarios y no a los que trabajan en el campo”— y el desconocimiento de la sociedad. “La gente está haciendo cosas, pero no se les da espacio. Preferimos el tópico. Mis ganaderos nunca han hecho comentarios sobre mi físico. Empecé a oírlos de la gente de la literatura cuando publiqué los poemas. El lunes pasado fui al Premio Biblioteca Breve y un editor forastero me dijo: ‘Para ser veterinaria de campo vistes muy bien’. Así estamos. Como si fuera incompatible que yo me pinte cuando me apetezca con, si hace falta, gritarles a las cabras”.
Tierra de mujeres. Una mirada íntima y familiar al mundo rural. María Sánchez. Seix Barral, 2019. 190 páginas 17 euros. Se publica el 12 de febrero.
Cuaderno de campo. María Sánchez. La Bella Varsovia, 2017. 92 páginas 12 euros.
La tierra desnuda. Rafael Navarro de Castro. Alfaguara, 2019 528 páginas 18,90 euros.
Donde viven los caracoles. De campesinos, paisajes y pueblos. Emilio Barco. Pepitas de calabaza, 2019 236 páginas 17, 90 euros.
Los asquerosos. Santiago Lorenzo. Blackie Books, 2018. 221 páginas 21 euros.
Las ventajas de vivir en el campo. Pilar Fraile. Caballo de Troya, 2018. 304 páginas 15,90 euros.
Dennis Hopper (izquierda) y Bruno Ganz, en un fotograma de la película 'El amigo americano' de Win Wenders.
Al escuchar la luctuosa e ingrata noticia de la muerte de Bruno Ganz hago memoria de su obra y me asalta la sensación de que también marca la agonía de un tipo de cine europeo que disfrutó de mucho y distinguido público durante los años 70 y 80. Ganz, que era suizo y hablaba con fluidez un monton de idiomas fue el actor más requerido por el cine de autor europeo. Para los sensibilizados y cultos espectadores su presencia implicaba que esas películas poseerían calidad, trascendencia, reflexión. Y, por supuesto, las interpretaciones de Bruno Ganz tenían imán, seducción y casi siempre un punto de tormento. Revelaban, más allá de sus personajes, un intimo y tortuoso mundo interior, zozobra, complejidad psicológica, esas cositas tan prestigiosas. Que están muy bien, aunque a primera vista (y a la décima) yo no las vislumbre en mis actores favoritos: gente como Cary Grant, James Stewart, Robert Mitchum, John Wayne, José Isbert, Marcello Mastroianni... gente así.
La lista de directores europeos con inquietudes artísticas que vieron a Bruno Ganz como el transmisor ideal de los sentimientos que ellos querían mostrar es apabullante. Creo que la primera vez que le vi fue en La Marquesa de O, dirigida por Eric Rhomer, un teatralizado relato de época del que nunca tuve claro si iba en serio o era de broma, a la que recuerdo con cierto encanto. Y me dejó una impresión desasosegante en la mítica adaptación que hizo Wim Wenders del fascinante universo de esa escritora singular llamada Patricia Higshmigh en El amigo americano. El amoral y pragmático Tom Ripley le hacía una oferta a su muy enfermo y desesperado personaje una oferta difícil de rechazar, cargarse a desconocidos a cambio de resolver el futuro a su mujer y a su hijo. Tambien encarnaba dilemas morales y un cerebro tan potente como problemático en la muy curiosa El jugador de ajedrez, que dirigió Wolfgang Petersen.
Con Alain Tanner rodó 'En la ciudad blanca'. Me afectó mucho, pero no he querido volver a verla desde su estreno. Por si acaso.
Continuó su colaboración y su complicidad con Wenders en la mística, pretendidamente lírica y para mi tediosa El cielo sobre Berlín y en Tan lejos, tan cerca, cuando en el cine de este había comenzado una decadencia que acabaría en ruina absoluta, con la excepción de sus documentales. Imagino que Ganz tuvo que decir no a multitud de guiones con pretensiones, pero su filmografía puede alardear de haber trabajado con lo más florido de la época, con muchos representantes de la intelligentsia europea. Con los alemanes Werner Herzog y Volker Schlondorf, la francesa Jeanne Moreau, el austriaco Peter Handke, el griego Theo Angelopoulos, el danés Lars Von Trier, el suizo Alain Tanner. Con este último -un director que siempre me intranquilizó y me conmovió, alguien que habló con inteligencia y sensibilidad del estado de las cosas y de gente tan identificable como acorralada- rodó En la ciudad blanca. Era Lisboa. Por ella deambulaba y vivía un amor sin futuro aquel personaje a punto de rotura que interpretaba admirablemente Bruno Ganz. Me afectó mucho, pero no he querido volver a verla desde su estreno. Por si acaso.
Ganz, con su notable dominio del ingles, tampoco desdeñó trabajar en el cine internacional. Autores tan legendarios como Coppola, Ridley Scott y Terence Malick le reclamaron para intepretaciones breves. Y el gran público le recordará siempre por su perfecta encarnación de alguien tan siniestro como Adolf Hitler en El hundimiento. Ignoro si el trascendente cine que interpretó este hombre habrá envejecido bien, pero su talento y su personalidad son incuestionables.